22 de junio de 2020
De la cuarentena por COVID-19 y los vinos viejos
Desde hace muchos años, más de cincuenta, disfruto mucho del buen vino para comer; tinto o blanco, según sea el caso, y las variedades de cada uno, también según sea el caso. La residencia familiar se construyó por ese tiempo; se terminó y fue habitada hace cuarenta y cuatro años. Se aprobó el proyecto arquitectónico porque el centro funcional era la cava, que desde entonces siempre estuvo llena, o casi, de buenos caldos de distintas regiones del mundo. Nunca se discriminó alguna, aunque siempre hubo preferencias. Y se disfrutó enormemente, con la familia y con los amigos. El surtido era de botellas vinateras tradicionales, las largas y rectas de 750 ml.
Algunos años después, también ya hace
muchos, los hijos emigraron a hacer sus propias vidas y quedamos en la casa y
con la cava, solos mi esposa y yo. Las reuniones sociales se espaciaron y el
consumo de buenos vinos bajó proporcionalmente. Se siguieron surtiendo los
blancos en botellas grandes, secos para los meses de frío y ligeros y afrutados
para los de calor. Una botella abierta de vino blanco dura varios días y hasta
semanas; no se echa a perder. El vino tinto es diferente, es muy chiqueón; si
lo abres hoy para la comida, para el día de mañana quizá ya sea vinagre.
Entonces, y desde entonces, el vino tinto se compra en botellas de cuarto, las
pequeñitas de 187 ml. Es la dosis de moderación para acompañar una comida
hogareña por un comensal. No hay mucha variedad de esta presentación en el
comercio, pero tres o cuatro marcas bebibles se consiguen sostenidamente en la
ciudad.
Pero la cava tiene otro sustento: regalos,
que siempre son de vino tinto y en botellas enteras, pero de una en una y
siempre diferentes. Esas casi nunca se beben en casa y ahí se van quedando,
quietecitas en la cava semioscura y medio fría, esperando que un día se
acuerden de ellas, se les reconozca, se les beba, se disfruten y nos
arrepintamos de no haberlo hecho antes. ¡Bueno! Así ha sido por años, que ya no
son pocos. No hay sorpresas, no hay carencias, no hay excesos. El buen beber y
el buen vivir, se han dado y transcurrido sin estorbos y sin siquiera pensar
que eso podría dejar de darse.
Pero un día nos llegó el COVID-19,
esa nueva enfermedad que no es maldosa, es mala; mata a muchos, aunque las más
de las personas a quienes ataca no la sienten o sólo les parece un catarro
común. Como hasta el momento no tiene prevención ni cura, nadie sabe qué hacer.
Algunos recomiendan aislarse para evitar contagios y otros lo contrario, para
crear inmunidad de rebaño. Pero a unos y otros, en todo el mundo, nos está
yendo mal. Y a mi cava, también. Hemos aceptado el aislamiento, la cuarentena
severa como método de protección, pero en casa y casi sin salir seguimos
comiendo y bebiendo nuestros vinos que orgullosamente llenaban la cava. Pero ya
son meses de aislamiento, la cava se ha ido vaciando y ha llegado a un punto
crítico: ya no hay buen vino para más de tres días.
Véanlo ustedes a la izquierda. La fotografía de la derecha es del apartado para los vinos espumosos, que no son para el consumo diario. Debajo y en lugar de honor, Los borrachos de Velázquez.
Llegó el momento en que hubo que echar mano de los vinos regalados, de botella entera y ya viejos, algunos mucho. Empecé por los menos viejos, que no dieron problema. Unos me gustaron más que otros, pero todos bien y con evidencia de que habían mejorado con el reposo. Se sabe desde siempre que esto sucede, pero con límites. Los buenos vinos aguantan más tiempo y mejoran más en las cavas familiares, pero se afirma que por no más de veinte años; y eso solo algunos vinos fuertes de Burdeos. Después se degradan y terminan en una melaza horrible. Ya tuve una experiencia así. Excepción a esto son el Oporto y el Jerez, vinos de muy alta graduación alcohólica, que se dice aguantan hasta cincuenta años.
Pasaron más días de encierro, se siguió bebiendo bien con la comida o la cena, traté de ahorrar botellitas de un cuarto y empecé a echar mano de vinos más viejos que siguieron estando bien, con uno o dos que fallaron por el problema de que el corcho se deshizo con el tiempo. Pero llegó el momento en que me topé con que sólo quedaban tres botellas de vino tinto de 750 ml, muy viejas y mexicanas las tres; un Urbinón del Valle de Guadalupe en Baja California, cosecha 1979, y dos Pinson de San Juan del Rio, en Querétaro, cosecha 1983. Las tres en mi cava desde hace más de treinta y cinco años. ¡Qué susto y qué emoción!
Primero abrí el Urbinón, con la mayor suavidad que pude, manteniéndolo horizontal lo más posible, yo casi sin respirar y en silencio. El corcho estaba entero, húmedo pero sólido y salió sin contratiempo alguno. Por vez primera en un buen rato respiré a profundidad. Lo acerqué a mi nariz y olía bien, muy bien. Vuelta a respirar hondo y ahora a la vertical. Lo sirvo en uno de mis vasitos vinateros (hechos de fondos de medias botellas) y no aprecio bien el color del vino por ser verde el vaso. Me frustro. Lo acerco a mi nariz y está espléndido. Lo llevo al paladar, hago el buche que llene mi boca y lo giro dentro. De lo mejor que he probado y distinto a cualquier experiencia previa; indescriptible, pero fundamentalmente suave, terso y añejo. No me emborraché con él. Bebí un tercio de la botella y en ella misma y con su mismo corcho lo guardé en la nevera otro y otro día más y otros dos más después. Mantuvo su excelencia este vino mexicano que había resistido y se había guardado para nosotros más que cualquiera otro del mundo.
No pasaron muchos días para lanzarme
a la aventura de abrir uno de los dos Pinson. Mismo ritual, mismo sufrir
y misma ansiedad al tirar del sacacorchos. El corcho dio de sí y finalmente se
deshizo en pedazos, la mayoría de los cuales quedaron flotando en la superficie
del vino al interior de la botella. Que torpeza y frustración…, la esperanza
era mayor. Acerco la botella a mi nariz y huele bien, muy bien. Respiro
tranquilo y trasiego el contenido a un decantador de cristal incoloro a través
de un pequeño colador de poro muy fino. ¡Qué lindo color, rojo oscuro, fuerte,
maduro! Venciendo la ansiedad lo dejo reposar un rato y lo sirvo en copa
transparente. Una vez más, experiencia inolvidable al paladar y nada más que
decir.
Días después busqué en la Internet
por los vinos Urbinón. Sólo encontré referencias a viejos comerciales
televisivos que los ofrecían, de las cosechas 1972 y 1978, y los presentaban,
con orgullo, como “el vino mexicano más caro”. De los vinos Pinson no
encontré referencia alguna.
Me queda en la cava el último vino viejo que disfrutaré en mi vida: otro Pinson cosecha 1983. No sé cuándo lo abriré, pero me encantaría que cumpliera cuarenta años en la cava, en el 2025, y entonces compartirlo sin el terrible aislamiento a que nos ha orillado COVID-19. ¿Será?
* La última botella vieja de mi cava
A la izquierda: La vendimia de Goya