Paseaba yo por el Valle del río Loira, en
Francia, región reconocida por la calidad de sus vinos rosados. No soy entusiasta de los vinos de ese color, pero
había que probarlos ya que andaba por ahí. Deambulaba por la ciudad de Amboise
y alcancé a ver, en un bello rincón arbolado y cercano, a un viejo canoso y con
gran barba que mucho me impresionó por su aspecto de serenidad y cierta ausencia.
Pero se parecía mucho a alguien conocido y cuando me vino a la cabeza quien, me
le acerqué y con timidez le pregunté:
- ¿Perdone señor, es
usted… Leonardo… da Vinci?
- Sí…, ¿por qué? - me contestó con
timidez
Estuve por desmayarme, pero me
sobrepuse y alcancé a contestarle:
- Es que su título de Príncipe del Renacimiento
no creo que le otorgara patente de inmortalidad y usted, según sé, debe residir
en el ultramundo desde hace ya quinientos años.
-
No, no he muerto, - me dijo sorprendido. - Tengo algunos meses viviendo
aquí, donde me acogió el rey Francisco I de Francia, escapando yo de algunas
maledicencias en Florencia. Estamos en 1517 y aunque viejo y cansado, me siento
bien y así sigo por la vida, ¡por lo que me falta de vida!
- Y qué hace aquí, maestro, permítame
que le llame así.
- Me puedes llamar así o Leonardo
simplemente; no soy muy fijado. Pinto para la corte, el rey es mi amigo y con
frecuencia asiste a fiestas que ofrezco. Para una de ellas inventé un león autómata
que, en un momento dado, expulsa flores de lis, la flor emblemática de este
reino.
- Impresionante, maestro. A usted
siempre le gustó diseñar y fabricar autómatas, algunos de ellos con ideas
prácticas, otros militares y unos más, inútiles. Algunos se construyeron y no
trabajaron o ni se construyeron.
- Así es, ¿cómo te llamas?
- Rogelio.
- Es cierto, Rogelio, pero mi
inquietud inventiva nunca me ha permitido estar ocioso. Como alguien dijo: “Es
mejor trabajar de balde que estar de balde”.
- De acuerdo, maestro. Otra pregunta:
Dice que aquí está pintando para la corte. ¿Qué pinta? ¿frescos, óleos, gran
formato, caballete? Porque dentro de su multifuncionalidad extrema, que lo
coloca como príncipe del Renacimiento, su obra pictórica es escasa.
- Me encantará, pero le
confieso que no me gusta mucho. Para mí, lo mejor que pintó fue La última
cena, fresco que está en Milán. Y bien, maestro, me va a permitir y perdonar
que lo aturrulle a preguntas, porque creo que nunca más en la vida me sucederá
esto: convivir y compartir tan cercana e intensamente con Leonardo da Vinci, el
único y verdadero.
- Está bien, sigamos, pero vamos a
sentarnos en esa hostería de enfrente, Les Arpents, y refrescarnos con un poco del vino de
aquí. Tú lo pagarás, desde luego.
- Maestro, usted es rico. Al venir a Francia,
Francisco I le concedió una renta principesca de
700 escudos de oro al año, que es mucho dinero. Pague usted el vino y los
entremeses, ¡no hay que ser!
- Esta bien, vamos.
Agradable lugar, fresco,
tranquilo y bien atendido por una bella moza, robusta y sonriente. Un
refrescante vino rosado de la casa acompañó a unas estupendas rillettes.
- Bien, maestro, aunque vivo
lejos de aquí, sé de su vida, historia y trabajo, y hay cosas que no entiendo.
Como prototipo de hombre del Renacimiento,
se le califica también de ingeniero civil, arquitecto, urbanista y escultor.
Pero si bien hizo muchos proyectos arquitectónicos, creo que no hay alguno
consumado. ¿Por qué?
- Mira, yo creo que nací antes
de tiempo. Eso que llaman Renacimiento y del cual dicen que soy el príncipe¸
fue un movimiento ideológico y social que canceló mil años de parálisis del
pensamiento del hombre, congelado por la idea de un ser divino que todo sabía,
hacía y determinaba, sin objeción alguna. El Renacimiento fue un movimiento de
reivindicación del hombre individual, no del hombre social, el que habría de
construir ciudades para los hombres comunes. Y mis proyectos urbanísticos eran
para esto último. Quizá fueron imperfectos, pero nunca se intentaron. Se
necesita mucho dinero para eso, dinero que se usó en exaltar la individualidad
y fomentar la llamada cultura, no para la civilidad. Eso ya vendrá después.
- Y entonces usted será reconocido…, en ese terreno. Pero en la misma tónica que vengo usando, le quiero preguntar sobre algunas otras de sus habilidades; se dice que es poeta, músico que compone, toca varios instrumentos, improvisa en el clave y diseña e inventa nuevos instrumentos. ¿Qué me dice a eso? ¿Cómo se califica?
- Mira. Componer música lo hice
como aficionado, para darme gusto a mí. Siempre tuve claro que no podía yo
competir con genios como Josquin Desprez o Andrea di Cione, llamado el
Verrocchio, con quienes conviví y compartí. Pero como ejecutante era yo muy bueno
y solicitado, particularmente tocando el arpa de plata que diseñé. Fui un
virtuoso.
Ya no me atreví a decirle que
alguna vez había estado en una velada musical donde se ejecuto alguna obra de
él con uno de sus instrumentos inventados. Me sonó muy fea.
Con algo de vino en la cabeza,
caí en la confianza de hablarle de tu. Él me había autorizado y es más o menos
de mi edad o algo menor.
- Leonardo, yo creo que tu mejor expresión como el mayor polímata del Renacimiento, es en el dibujo y la ciencia, y particularmente en el dibujo aplicado a la ciencia. Tu obra plástica consentida mía es el cartón de La Virgen, santa Ana, Jesús y Juan niños. No alcanzo a describirlo ni a definir la emoción que me embarga cuando lo miro. Caigo en trance.
- Hay muchos que lo viven así, Rogelio.
-Leonardo, vuelvo a tratarlo de maestro porque en este momento y por lo que después le revelaré, así lo considero justo. Su obra más extensa y materializada fue un verdadero tratado avanzado de anatomía humana, en base a los dibujos que hizo de los hallazgos en las numerosas disecciones anatómicas practicadas en muchos años de su vida en Florencia. Son cientos, precisos, preciosos e increíblemente didácticos, y más aún por los comentarios escritos que conllevan. Esa obra monumental me lleva a creer que es usted el verdadero Padre de la Medicina actual, si consideramos que ésta se sustenta, principalmente, en la anatomía.
- Mucho me honra tu opinión y la comparto.


- Lástima maestro. Yo sé que
usted está aquí como refugiado cultural. La iglesia católica, de Italia y
España, le echó el ojo cuando salieron sus ilustraciones de fetos in utero,
y peor aún, maestro, cuando hizo la ilustración anatómica de un coito. Ahí sí
se le pasó la mano.
- Es cierto. No quise ruido con la
Inquisición y acepté el asilo que me dio este reino, que es más liberal que
aquellos. Pero ya vámonos. Estoy viejo y necesito descansar y, más que nada,
que se me baje ese inocente vinillo rosado que tanto se me subió a la cabeza.
Otro día te llevo a ver La Gioconda y te explico.
- Vale.