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Soy Rogelio Macías-Sánchez, de tantos años ya, que se me permite no decir cuántos. Soy mexicano y vivo en México país, médico cirujano de profesión, neurocirujano y neurólogo de especialidad. Ahora y por edad, soy neurólogo y neurocirujano en retiro. Soy maestro de mi especialidad en la Facultad de Medicina de la Universidad Michoacana de San Nicolás de Hidalgo y un entusiasta de la difusión de la ciencia a la comunidad. Pero eso no es toda mi vida. Soy un amante fervoroso de la música clásica, actividad que fomento desde mi infancia. La vivo intensamente y procuro compartirla. Soy diletante en vivo y mucho disfruto, de la música grabada, mejor cuando es en compañía de almas gemelas para esto. Finalmente, amo la vida y la disfruto. Parte de ello es comer bien y beber mejor, es decir, moderado pero excelente. De aquí mi afición a los vinos y las cavas. Los conozco, los disfruto y me entusiasma compartir lo que conozco y lo que me gusta. Esta página pretende abrir una comunicación sobre los vinos, la música clásica y la neurología para profanos. Si es socorrida, el mérito será de ustedes. Diciembre de 2022

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lunes, 3 de enero de 2022

DE POR QUÉ ES MEJOR EVITAR LOS PROLEGÓMENOS



 


Alguna vez me pregunté si se podría escribir de música. Acabé por contestarme que no. Ante esta respuesta, me han asaltado numerosas otras preguntas, dos de las cuales son ¿qué es la música? y ¿dónde está la música? Lo que sigue son algunas reflexiones sobre esas dos interrogantes, que seguramente parecerán desordenadas, y lo están, pues no he logrado ordenar del todo mis ideas.
La música es un arte que se da en el tiempo, cualidad que comparte con el teatro y con la poesía, lo que son las artes escénicas. Incluyen la ópera y la danza. 

El Partenón, Atenas, Grecia



Las artes plásticas, tradicionalmente la pintura y la escultura, y la arquitectura, se dan en el espacio; ahí están, para ser vistas, y aunque nadie las vea, ahí siguen, estáticas. 



Aquí cabe preguntar si ¿sería obra de arte una pintura o una escultura que nunca se expusiera a la vista de alguien más que su creador?

La música, como todas las artes, es un sistema de comunicación entre un emisor, el autor, y un receptor, el público. Pero como arte que se da en el tiempo y no en el espacio, requiere de un intermediario, que será quien interprete o ejecute las indicaciones del autor para presentar sus ideas al público. La música sólo existe en el momento en que se está ejecutando y cada persona del público recrea, en ese momento, su propia obra de arte. Lo que físicamente existe de la música es la secuencia de sonidos que podemos escuchar como un bloque sonoro; dura unos cuantos segundos o menos. Lo de antes ya pasó y lo que sigue todavía no existe. Cada oyente reconstruye la obra armándola en su cabeza, reuniendo el sonido que percibe en un instante determinado con el recuerdo de lo que ya pasó y la previsión, o cuando menos la expectativa, de lo que viene. La música no está en la partitura escrita de una pieza. La partitura es a una obra musical lo que los planos de una catedral son a la catedral. La música se da en la mente de cada oyente.

La música, como arte que se da en el tiempo, es efímera. Una vez que se termina una pieza, corta o larga, ya no existe, no se queda ahí, y solamente, pero nada menos, queda el recuerdo, que suele ser más duradero, más profundo y más significativo que la memoria que se conserva de una pintura o una escultura. Y esto mismo le ofrece a la música, particularmente a la música absoluta, una cualidad de frescura y de juventud que una tarde, mientras paseábamos caminando por Morelia, me hizo notar el maestro Luis Herrera de la Fuente. Recuerdo que me dijo: “Mire Macías, la música no envejece. Usted puede encontrar una partitura olvidada doscientos o trescientos años. La abre, la lee, la ejecuta y ahí está la música, tan fresca como cuando se compuso. No ha envejecido, no se ha deteriorado por ‘la pátina del tiempo’ ni puede ser destruida por algún demente que la rompa o la rasgue”.

Decíamos que en la creación de una obra de arte musical intervienen tres sujetos, por lo menos: el autor, el intérprete y cada individuo del público. Son esenciales los tres, pues si falta alguno, no hay música. Una pieza que se tocara sin público, cuando más sería un ensayo, no una obra de arte. Por esto, una misma pieza es una obra distinta cada vez que se ejecuta. Aunque la partitura sea la misma, el intérprete es diferente y, aunque sea el mismo, en diferentes días y por diferentes estados de ánimo, la interpreta y la ejecuta de manera distinta. A su vez, cada oyente la reconstruye en su cerebro en forma distinta y el mismo oyente la reconstruye distinto en distintos días, porque nuestra sensibilidad cambia de día a día, de momento a momento. 

Nunca se ha repetido una obra de arte musical y han habido tantas Novenas Sinfonías de Beethoven como oyentes ha tenido en todo el mundo en sus casi doscientos años de existencia. Y por eso podemos escuchar una obra una y otra vez, pues cada vez será novedosa, en cada audición será diferente y nunca se cansará uno de exponerse por vez treinta o cuarenta a la 40 de Mozart, por poner un ejemplo.

Es por todo esto que, si queremos tener acceso al arte de la música, ésta no puede tenerse como fondo de una plática de negocios, de una comida o de una lectura o para dormir. Al hacerlo, nos corremos el riesgo de que la música nos distraiga de lo que, en ese momento, es nuestra actividad principal y es seguro que no alcanzaremos el éxtasis a través de la música. Pues si como público somos creadores de la música, debemos estar pendientes de lo que hacemos; escucharla con atención, guardar y recoger de la memoria lo que recién ha pasado y tener la receptividad y la audacia de esperar, tratando de adivinar, lo que viene. Cuando aprendemos a hacer esto, hemos quedado atrapados en la música y jamás nos soltaremos de sus cadenas. Pero ¡al fin que no queremos!

Todo esto viene a colación porque en mi vida de aficionado a la música, que arranca desde mis primeros años, he tenido algunas experiencias estéticas inolvidables que se han constituido en verdaderos hitos en mi espíritu. La Novena Sinfonía de Beethoven con la Orquesta Sinfónica Nacional dirigida por Sergiu Celibidache en 1949; la Tosca de Puccini en el Palacio de Bellas Artes de la Ciudad de México con María Callas, Giuseppe di Stefano y Piero Campolonghi, cuando la Callas se despidió de México en 1951; la Quinta Sinfonía de Shostakovich dirigida por Alexander Gauk, también en la Ciudad de México en 1959; la Sinfonía Pastoral de Beethoven con la Filarmónica de Viena dirigida por Karl Böhm en la ciudad de Bonn en 1970; el ballet Romeo y Julieta de Prokofiev en la ciudad de Kiev en 1988; la Bohemia de Puccini, la puesta en escena de 1999 en la Ciudad de México con Fernando de la Mora y Cristina Gallardo-Domas; el Quinteto para violonchelo de Schubert con el Cuarteto Latinoamericano y Bozena Slavinska en San Miguel de Allende; el Octeto de Mendelssohn con los Cuartetos de Shangai y Ying, también en San Miguel de Allende en 1999 y algunas otras más. Es tan fuerte su presencia dentro de mí, que a la menor provocación platico de ellas. Estoy convencido de que las experiencias bellas, cuando se comparten, se hacen más bellas, y así nacen los mitos. Eso quería yo hacer en esta entrega, recordar para ustedes algunas de estas experiencias, pero se me fueron las líneas en los prolegómenos; ya será en otras entradas.