Alguna vez me pregunté si se podría
escribir de música. Acabé por contestarme que no. Ante esta respuesta, me han
asaltado numerosas otras preguntas, dos de las cuales son ¿qué es la música? y
¿dónde está la música? Lo que sigue son algunas reflexiones sobre esas dos
interrogantes, que seguramente parecerán desordenadas, y lo están, pues no
he logrado ordenar del todo mis ideas.
La música es un arte que se da en el tiempo, cualidad que
comparte con el teatro y con la poesía, lo que son las artes escénicas.
Incluyen la ópera y la danza.
El Partenón, Atenas, Grecia |
Aquí cabe preguntar si ¿sería obra de arte una pintura o una escultura que nunca se expusiera a la vista de alguien más que su creador?
La música, como todas las artes, es un sistema de comunicación entre un emisor, el autor, y un receptor, el público. Pero como arte que se da en el tiempo y no en el espacio, requiere de un intermediario, que será quien interprete o ejecute las indicaciones del autor para presentar sus ideas al público. La música sólo existe en el momento en que se está ejecutando y cada persona del público recrea, en ese momento, su propia obra de arte. Lo que físicamente existe de la música es la secuencia de sonidos que podemos escuchar como un bloque sonoro; dura unos cuantos segundos o menos. Lo de antes ya pasó y lo que sigue todavía no existe. Cada oyente reconstruye la obra armándola en su cabeza, reuniendo el sonido que percibe en un instante determinado con el recuerdo de lo que ya pasó y la previsión, o cuando menos la expectativa, de lo que viene. La música no está en la partitura escrita de una pieza. La partitura es a una obra musical lo que los planos de una catedral son a la catedral. La música se da en la mente de cada oyente.
La música, como arte que se da en el tiempo, es efímera. Una
vez que se termina una pieza, corta o larga, ya no existe, no se queda ahí, y
solamente, pero nada menos, queda el recuerdo, que suele ser más duradero, más
profundo y más significativo que la memoria que se conserva de una pintura o
una escultura. Y esto mismo le ofrece a la música, particularmente a la música
absoluta, una cualidad de frescura y de juventud que una tarde, mientras
paseábamos caminando por Morelia, me hizo notar el maestro Luis Herrera de la
Fuente. Recuerdo que me dijo: “Mire Macías, la música no envejece. Usted puede
encontrar una partitura olvidada doscientos o trescientos años. La abre, la
lee, la ejecuta y ahí está la música, tan fresca como cuando se compuso. No ha
envejecido, no se ha deteriorado por ‘la pátina del tiempo’ ni puede ser
destruida por algún demente que la rompa o la rasgue”.
Decíamos que en la creación de una obra de arte musical intervienen tres sujetos, por lo menos: el autor, el intérprete y cada individuo del público. Son esenciales los tres, pues si falta alguno, no hay música. Una pieza que se tocara sin público, cuando más sería un ensayo, no una obra de arte. Por esto, una misma pieza es una obra distinta cada vez que se ejecuta. Aunque la partitura sea la misma, el intérprete es diferente y, aunque sea el mismo, en diferentes días y por diferentes estados de ánimo, la interpreta y la ejecuta de manera distinta. A su vez, cada oyente la reconstruye en su cerebro en forma distinta y el mismo oyente la reconstruye distinto en distintos días, porque nuestra sensibilidad cambia de día a día, de momento a momento.
Nunca se ha repetido una obra de arte musical y han habido tantas Novenas Sinfonías de Beethoven como oyentes ha tenido en todo el mundo en sus casi doscientos años de existencia. Y por eso podemos escuchar una obra una y otra vez, pues cada vez será novedosa, en cada audición será diferente y nunca se cansará uno de exponerse por vez treinta o cuarenta a la 40 de Mozart, por poner un ejemplo.
Es por todo esto que, si queremos tener acceso al arte de la
música, ésta no puede tenerse como fondo de una plática de negocios, de una
comida o de una lectura o para dormir. Al hacerlo, nos corremos el riesgo de
que la música nos distraiga de lo que, en ese momento, es nuestra actividad
principal y es seguro que no alcanzaremos el éxtasis a través de la música.
Pues si como público somos creadores de la música, debemos estar pendientes de
lo que hacemos; escucharla con atención, guardar y recoger de la memoria lo que
recién ha pasado y tener la receptividad y la audacia de esperar, tratando de
adivinar, lo que viene. Cuando aprendemos a hacer esto, hemos quedado atrapados
en la música y jamás nos soltaremos de sus cadenas. Pero ¡al fin que no
queremos!
Todo esto viene a colación porque en mi vida de aficionado a
la música, que arranca desde mis primeros años, he tenido algunas experiencias
estéticas inolvidables que se han constituido en verdaderos hitos en mi
espíritu. La Novena Sinfonía de Beethoven con la Orquesta Sinfónica
Nacional dirigida por Sergiu Celibidache en 1949; la Tosca de Puccini en
el Palacio de Bellas Artes de la Ciudad de México con María Callas, Giuseppe di
Stefano y Piero Campolonghi, cuando la Callas se despidió de México en 1951; la
Quinta Sinfonía de Shostakovich dirigida por Alexander Gauk, también en la
Ciudad de México en 1959; la Sinfonía Pastoral de Beethoven con la
Filarmónica de Viena dirigida por Karl Böhm en la ciudad de Bonn en 1970; el
ballet Romeo y Julieta de Prokofiev en la ciudad de Kiev en 1988; la Bohemia
de Puccini, la puesta en escena de 1999 en la Ciudad de México con Fernando de
la Mora y Cristina Gallardo-Domas; el Quinteto para violonchelo de
Schubert con el Cuarteto Latinoamericano y Bozena Slavinska en San Miguel de
Allende; el Octeto de Mendelssohn con los Cuartetos de Shangai y Ying,
también en San Miguel de Allende en 1999 y algunas otras más. Es tan fuerte su
presencia dentro de mí, que a la menor provocación platico de ellas. Estoy
convencido de que las experiencias bellas, cuando se comparten, se hacen más
bellas, y así nacen los mitos. Eso quería yo hacer en esta entrega, recordar
para ustedes algunas de estas experiencias, pero se me fueron las líneas en los
prolegómenos; ya será en otras entradas.