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El balcón de Julieta en Verona
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El verano de 1979 nos tomó a la familia en el
norte de Italia y pasamos a Verona, la ciudad medieval inmortalizada por Shakespeare y donde
ciertamente flotan en el ambiente de plazas y calles, los espíritus de Julieta
y Romeo. Para los amantes de la ópera, la ciudad es famosa por su temporada de
verano, que se da en el escenario más grande del mundo: la Arena de Verona, con
casi dos mil años de historia.
La tarde que llegamos
ponían Mefistófeles, de Arrigo Boito, y conseguimos boletos caros, de
los destinados a los turistas, en la arena propiamente dicha. En el estío es
grande el peregrinaje cultural a esa ciudad y se cruza uno con melómanos de
todo el mundo, principalmente alemanes. El pueblo italiano llena la gradería y
son por lo menos diez mil. Cuando se apagan las luces para dar principio a la
función, encienden sus velas para seguir la partitura, brindando un espectáculo
de recogimiento de la mayor emoción.
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La arena de Verona
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Así se dio aquella noche, y comenzó el Prólogo
de Mefistófeles, ese pequeño oratorio en el cual el misticismo de la
música se opone al realismo de las palabras, pues mientras las falanges
celestiales glorifican a Dios en unos coros asaz de sublimes y grandes,
Mefistófeles lo reta a una apuesta por el alma de Fausto.
Al término nos levantamos para un intermedio que
supusimos breve Pero pasaban los minutos, la función no se reanudaba y se
notaba inquietud en el escenario, que es abierto. La gente de la ópera iba y
venía e incluso policías. Después de un tiempo se anunció por los altoparlantes
que había estallado una huelga entre los comparsas, y que no se sabía si la
función seguiría adelante.
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Ópera en la arena de Verona
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El pueblo italiano manifestó su descontento con
todo el ruido que saben hacer y nos congratulamos de no conocer bien el idioma,
pues las expresiones eran altisonantes. La huelga continuaba y el pueblo calló,
pero sólo para cambiar su expresión. Sintiendo lastimado el arte que más aman,
protestaron con el arte. Volvieron a encender sus velas, y por el lado
izquierdo principiaron a cantar el Va, pensiero..., ese hermoso coro de
nostalgia de la ópera Nabucco de Verdi, que los patriotas italianos
habían usado como himno cuando luchaban contra la ocupación austriaca y por la
unificación de su país. Y el canto se extendió a toda la galería, llenando la
gran arena con la música de Verdi, que siempre han entonado cuando se trata de
defender sus valores nacionales. Coro tal nunca
habíamos oído y nunca más escucharemos. Nuestras gargantas se cerraron y
los ojos se rasaron de lágrimas, mientras desde todos los rincones la música
nos inflamaba con un fervor de justicia y eternidad.
Ya no queríamos que hubiera ópera. Pero el
pueblo triunfó y con una hora de retraso se reanudó la representación. La
música es hermosa y el argumento trascendente. La puesta en escena fue
magnífica. Pero no recuerdo casi nada de ella. La gran manifestación de belleza,
patriotismo y libertad la había dado el pueblo italiano, mientras cantaba...
Oh mia patria sì bella e
perduta!
Oh membranza sì cara e fatal!
¡Oh,
mi patria, tan bella... y perdida! ¡Oh, recuerdo querido y fatal!