Esta pregunta la he escuchado muchas veces desde que disfruto el placer de gustarlo, que son muchos años, muchos de verdad. Me la han hecho a mí, pero la última vez la escuche en una tienda gourmet de mi ciudad, que tiene una buena sección de vinos y un buen sommelier. La hizo un cliente potencial, un varón terminando la adultez, de aspecto distinguido por sus maneras y vestimenta, que se acerca al catador y le pregunta: “¿Cuál es el mejor vino?, que quiero hacer un regalo especial.” La respuesta, que salió muy fácil, fue: “Él que a usted más le guste”. El cliente quedó algo confundido y hasta perdió un tanto la compostura, pero la respuesta fue la mejor que puede darse ante tal consulta.
La enología es la ciencia, técnica y arte de producir vino. El producto final es obra de arte que no se aprecia por la vista o el oído, pero es como una pintura, un poema, una sinfonía o una escultura, que pueden gustar más o menos, pero cuyos méritos no se pueden cuantificar. Yo puedo decir que a mí me gusta más la música de Beethoven que la de Debussy, pero no puedo decir sea mejor. Me puede gustar más La ronda nocturna de Rembrandt que La Gioconda de Leonardo da Vinci, pero no puedo decir que esta sea más mala que mi preferida. Hay quien prefiere la música de Debussy y La Gioconda. En el arte, no hay mejor ni peor; sólo existe el “me gusta o no me gusta”, o “me gusta más que…” o “me gusta menos que…”.
La enología tampoco es deporte, donde el atleta que corre los 100 metros planos en menor tiempo que cualquier otro, es “el mejor del mundo” en ese momento; el equipo de fútbol que en una temporada gane más juegos y pierda menos que los otros de la liga, será el mejor ese año y el “colero” será el peor y se irá a la segunda división. En el vino no hay mejor ni peor, sólo el que me gusta más, el que me gusta menos o el que no me gusta, como puede no gustarme una sinfonía, un poema o una escultura cualquiera.
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Renoir: El almuerzo de los remeros (1881) |
Además, “no hay el vino que más me gusta”, hay el vino que “más me gusta para cada ocasión”. Se suele preferir un vino, rojo o blanco, uno para el verano y otro distinto para el invierno; vinos diferentes para comer que para cenar; para distintos platillos durante una comida o cena de compromiso, incluso distinto para el postre. Y ahora, lo que llaman los maridajes: con qué vino va tal tipo de carne roja o con variedades diferentes de pescado: salmón, robalo, guachinango o atún.
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Cada queso con su vino y cada vino con su queso... |
Y para los quesos, hay tantos vinos diferentes para ellos, como ellos para los vinos con los que se dejan acompañar. Pedir un plato de quesos con vino en la Borgoña es una experiencia inolvidable de riqueza y variedad, de vinos y de quesos.
Vino que ahora se vende en México en $40,000 (2,000 dólares) |
Finalmente, para esto de los vinos mejores o peores, diré un poco de la cata.
Catar significa probar, gustar de algo para examinar su sabor o sazón, dice la
Academia de la Lengua, y la cata de vinos se apega estrictamente a esta
definición.
Catar un vino es someterlo
a nuestros sentidos, en particular la vista, el olfato y el gusto, para
determinar su calidad. Se atiene a tres cuestiones básicas:
1.- Análisis visual: color, transparencia,
brillo, intensidad, matices del pigmento y formación de burbujas.
2.- Análisis de los aromas: frutales, florales,
herbáceos, tostados y especiados, valorando su limpieza, complejidad e
intensidad.
3.- Análisis de las sensaciones en la boca: acidez, impresiones dulces, astringencia dada por los taninos, materia y cuerpo, equilibrio, persistencia de los aromas, etc.
De esto se concluye una calidad, aunque hay sommeliers que caen en la tentación de calificarlo cuantitativamente. El uso correcto de las conclusiones de catar un vino es aconsejar su maridaje, recomendarlo con ciertos platillos y desaconsejarlo con otros. Pero esto es absolutamente personal del catador y dos de ellos pueden tener opiniones opuestas sobre el mismo vino, del mismo año y el mismo lote.
Yo, como sencillo gustador del vino, nunca he podido
reconocer si un vino tiene aroma a frutas rojas o silvestres del bosque, a
cítricos o frutas frescas de hueso, a frutas secas o exóticas o si huele a
flores, hierbas o minerales. Tampoco he reconocido si un vino huele a miga de
pan, galleta, col o legumbres en cocción o remojo; menos aún si sabe a leche,
yogurt, mantequilla o queso fresco o curado; tampoco me he encontrado alguno
con aroma a yodo, medicina, laca de uñas, acetona, caramelo, plátano, jabón u
otras más raras, que los catadores profesionales dicen que pueden distinguir:
caucho, goma, incienso, fuego, petróleo, humo o alquitrán.
En la boca encuentran el grado de acidez o dulzor,
gusto a taninos o alcohol. Con la vista, que es el primer paso, han valorado su
intensidad, color y cuerpo.
Los que gustamos en buena forma del vino, siempre lo
catamos al beberlo. Al abrir una botella vemos y palpamos el corcho para buscar
si está podrido. Si huele mal, desechamos la botella, pues eso significa que
algo está muy mal por dentro. El color en la copa se disfruta, pero yo no puedo
valorar el cuerpo por la vista. Busco grumos; si los hay, lo desecho. El
vino que no está malo, a mí me huele siempre a vino, con mayor o menor intensidad y con variantes, pero nunca me he topado con alguno que huela a
mango o nuez de Castilla. El sabor lo disfruto en la lengua y en el paladar,
siempre me sabe a vino, más o menos
fuerte, que me gusta más o menos que otro (lo que en general procuro no pensar,
pues me puede arruinar el día) y me dice de su cuerpo, es decir, su solidez o
ligereza. Vinos diferentes dejan sabor por más o menos tiempo, lo cual también
aprecio. Y terminó la cata para mí, lo demás es seguirlo disfrutando. ¡Salud!
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¡Salud! |
En ese momento,
ese vino es el mejor, experiencia que repito cada vez que abro una
botella.