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Soy Rogelio Macías-Sánchez, de tantos años ya, que se me permite no decir cuántos. Soy mexicano y vivo en México país, médico cirujano de profesión, neurocirujano y neurólogo de especialidad. Ahora y por edad, soy neurólogo y neurocirujano en retiro. Soy maestro de mi especialidad en la Facultad de Medicina de la Universidad Michoacana de San Nicolás de Hidalgo y un entusiasta de la difusión de la ciencia a la comunidad. Pero eso no es toda mi vida. Soy un amante fervoroso de la música clásica, actividad que fomento desde mi infancia. La vivo intensamente y procuro compartirla. Soy diletante en vivo y mucho disfruto, de la música grabada, mejor cuando es en compañía de almas gemelas para esto. Finalmente, amo la vida y la disfruto. Parte de ello es comer bien y beber mejor, es decir, moderado pero excelente. De aquí mi afición a los vinos y las cavas. Los conozco, los disfruto y me entusiasma compartir lo que conozco y lo que me gusta. Esta página pretende abrir una comunicación sobre los vinos, la música clásica y la neurología para profanos. Si es socorrida, el mérito será de ustedes. Diciembre de 2022

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lunes, 7 de diciembre de 2020

¿CUÁL ES EL MEJOR VINO?



Esta pregunta la he escuchado muchas veces desde que disfruto el placer de gustarlo, que son muchos años, muchos de verdad. Me la han hecho a mí, pero la última vez la escuche en una tienda gourmet de mi ciudad, que tiene una buena sección de vinos y un buen sommelier. La hizo un cliente potencial, un varón terminando la adultez, de aspecto distinguido por sus maneras y vestimenta, que se acerca al catador y le pregunta: “¿Cuál es el mejor vino?, que quiero hacer  un regalo especial.” La respuesta, que salió muy fácil, fue: “Él que a usted más le guste”. El cliente quedó algo confundido y hasta perdió un tanto la compostura, pero la respuesta fue la mejor que puede darse ante tal consulta.



La enología es la ciencia, técnica y arte de producir vino. El producto final es obra de arte que no se aprecia por la vista o el oído, pero es como una pintura, un poema, una sinfonía o una escultura, que pueden gustar más o menos, pero cuyos méritos no se pueden cuantificar. Yo puedo decir que a mí me gusta más la música de Beethoven que la de Debussy, pero no puedo decir sea mejor. Me puede gustar más La ronda nocturna de Rembrandt que La Gioconda de Leonardo da Vinci, pero no puedo decir que esta sea más mala que mi preferida. Hay quien prefiere la música de Debussy y La Gioconda. En el arte, no hay mejor ni peor; sólo existe el “me gusta o no me gusta”, o “me gusta más que…” o “me gusta menos que…”.


La enología tampoco es deporte, donde el atleta que corre los 100 metros planos en menor tiempo que cualquier otro, es “el mejor del mundo” en ese momento; el equipo de fútbol que en una temporada gane más juegos y pierda menos que los otros de la liga, será el mejor ese año y el “colero” será el peor y se irá a la segunda división. En el vino no hay mejor ni peor, sólo el que me gusta más, el que me gusta menos o el que no me gusta, como puede no gustarme una sinfonía, un poema o una escultura cualquiera.

Renoir: El almuerzo de los remeros (1881)

Además, “no hay el vino que más me gusta”, hay el vino que “más me gusta para cada ocasión”. Se suele preferir un vino, rojo o blanco, uno para el verano y otro distinto para el invierno; vinos diferentes para comer que para cenar; para distintos platillos durante una comida o cena de compromiso, incluso distinto para el postre. Y ahora, lo que llaman los maridajes: con qué vino va tal tipo de carne roja o con variedades diferentes de pescado: salmón, robalo, guachinango o atún. 

Cada queso con su vino y cada vino con su queso...


Y para los quesos, hay tantos vinos diferentes para ellos, como ellos para los vinos con los que se dejan acompañar. Pedir un plato de quesos con vino en la Borgoña es una experiencia inolvidable de riqueza y variedad, de vinos y de quesos.


El costo de los vinos tampoco es un índice de calidad; y si acaso lo es, es el de menor valor. Para ejemplificar esto, voy a referir una anécdota reciente que leí en la Internet;¿dónde más puede ser en estos tiempos?

A un restaurante de categoría en la ciudad de Nueva York, por el rumbo de Central Park, acude a cenar una pareja joven. Casi detrás de ellos entra un par de hombres de negocios, también a cenar. Están en mesas cercanas. Los jóvenes le piden al capitán de meseros que escoja para ellos un vino rojo que no sea caro. El capitán, con su experiencia, piensa en uno de quince dólares y lo pide a la bodega. Los hombres de negocios ordenan, para acompañar su cena, un vino de dos mil dólares la botella. Como lugar de savoir faire, el vino se pasa a un decantador que se lleva a la mesa y de ahí se sirven las copas. El mesero responsable del trasvase se equivocó y llevó el vino caro a la mesa de los jóvenes y el de quince dólares a la de los hombres de negocios. La cena transcurrió con tranquilidad en ambas mesas y nadie se quejó de nada. 

Vino que ahora se vende en México
en $40,000 (2,000 dólares)

Al final, cuando el capitán se acerca a los comensales y pregunta si disfrutaron la cena y como estuvo el vino, en las dos mesas fueron elogiados, particularmente los vinos. El personal ya se había dado cuenta de la equivocación; no dijo nada a la pareja joven, que pagaron su cuenta y se despidieron. Termina la anécdota cuando la conciencia del capitán no le permite cobrar a los negociantes dos mil dólares por una botella de vino de quince; les confiesa la equivocación del personal y ellos no se inmutan. Aceptan la cuenta reducida, agradecen el servicio y agregan que el vino había estado estupendo, que lo habían disfrutado como uno de los mejores en su vida. Quizá dejaron una buena propina. ¡Bueno…!

Finalmente, para esto de los vinos mejores o peores, diré un poco de la cata.

Catar significa probar, gustar de algo para examinar su sabor o sazón, dice la Academia de la Lengua, y la cata de vinos se apega estrictamente a esta definición.

Catar un vino es someterlo a nuestros sentidos, en particular la vista, el olfato y el gusto, para determinar su calidad. Se atiene a tres cuestiones básicas:

1.- Análisis visual: color, transparencia, brillo, intensidad, matices del pigmento y formación de burbujas.

2.- Análisis de los aromas: frutales, florales, herbáceos, tostados y especiados, valorando su limpieza, complejidad e intensidad.

3.- Análisis de las sensaciones en la boca: acidez, impresiones dulces, astringencia dada por los taninos, materia y cuerpo, equilibrio, persistencia de los aromas, etc.


De esto se concluye una calidad, aunque hay sommeliers que caen en la tentación de calificarlo cuantitativamente. El uso correcto de las conclusiones de catar un vino es aconsejar su maridaje, recomendarlo con ciertos platillos y desaconsejarlo con otros. Pero esto es absolutamente personal del catador y dos de ellos pueden tener opiniones opuestas sobre el mismo vino, del mismo año y el mismo lote.


Yo, como sencillo gustador del vino, nunca he podido reconocer si un vino tiene aroma a frutas rojas o silvestres del bosque, a cítricos o frutas frescas de hueso, a frutas secas o exóticas o si huele a flores, hierbas o minerales. Tampoco he reconocido si un vino huele a miga de pan, galleta, col o legumbres en cocción o remojo; menos aún si sabe a leche, yogurt, mantequilla o queso fresco o curado; tampoco me he encontrado alguno con aroma a yodo, medicina, laca de uñas, acetona, caramelo, plátano, jabón u otras más raras, que los catadores profesionales dicen que pueden distinguir: caucho, goma, incienso, fuego, petróleo, humo o alquitrán.

En la boca encuentran el grado de acidez o dulzor, gusto a taninos o alcohol. Con la vista, que es el primer paso, han valorado su intensidad, color y cuerpo.

Los que gustamos en buena forma del vino, siempre lo catamos al beberlo. Al abrir una botella vemos y palpamos el corcho para buscar si está podrido. Si huele mal, desechamos la botella, pues eso significa que algo está muy mal por dentro. El color en la copa se disfruta, pero yo no puedo valorar el cuerpo por la vista. Busco grumos; si los hay, lo desecho. El vino que no está malo, a mí me huele siempre a vino, con mayor o menor intensidad y con variantes, pero  nunca me he topado con alguno que huela a mango o nuez de Castilla. El sabor lo disfruto en la lengua y en el paladar, siempre me sabe a vino, más o menos fuerte, que me gusta más o menos que otro (lo que en general procuro no pensar, pues me puede arruinar el día) y me dice de su cuerpo, es decir, su solidez o ligereza. Vinos diferentes dejan sabor por más o menos tiempo, lo cual también aprecio. Y terminó la cata para mí, lo demás es seguirlo disfrutando. ¡Salud!

¡Salud!

En ese momento, ese vino es el mejor, experiencia que repito cada vez que abro una botella.