Hoy diré de la música clásica, aquella gran herencia que ha dejado el arte occidental. Desde Guillaume de Machault en el siglo XIV hasta nuestros días, han sido creadas gran cantidad de obras maestras, productos de una sensibilidad, una esperanza y una mentalidad determinadas por mil años de civilización.
Los fundadores
de esta música occidental partieron del canto llano, el canto gregoriano de las
iglesias cristianas primitivas, un canto en decadencia escolástica: el solista ya
desaparecía ante el coro y las incidencias instrumentales contrapunteaban las
voces. La revolución consistía en usar los instrumentos como si fueran voces, pasarse a la polifonía, dejar el ritmo irracional para adoptar el compás
racional, buscar la novedad ahí donde los antiguos querían fidelidad.
¿Fue esto bueno?
Claro que sí, pero sólo por la afirmación de la búsqueda curiosa de los
hombres, ya que en el arte no hay mejor ni peor, sólo diferente.
Años después,
por el 1600, como una reacción contra la polifonía que había venido a ser
excesiva y por lo tanto decadente, surgió la ópera como un movimiento
intelectual y aparentemente elitista, pero que tenía sus raíces en los
madrigales populares. Surgieron entonces los nombres de Palestrina y
Monteverdi, como los campeones de un barroco temprano, que volvía los ojos a
los modos clásicos de la Grecia antigua.
Esto también fue
una revolución que ya no se repetiría hasta principios del siglo XX, pues desde
entonces los cambios se dieron paulatinamente, como aportación de hallazgos estéticos
que se sumaban a aquellos en uso. Johann Sebastian Bach, Handel y Vivaldi no
crearon una nueva época, sólo enriquecieron con su armonía las viejas melodías
y sus ritmos, para llevar el barroco al esplendor a mediados del siglo XVIII,
esplendor que en parte dependía de la libertad para ejecutar la música.
Los clásicos
tomaron la dinámica, desarrollada por los hijos de Bach y sus amigos en la última
parte de ese siglo de las luces, volvieron por los fueros de la melodía, usaron
de la polifonía lo que les convenía y suavizaron los ritmos barrocos, herederos
de la antigüedad. Crearon así la música perfecta, absoluta, de equilibrio entre
sus diferentes elementos, que no quiere decir nada más que música, que no se
puede traducir. Haydn, Mozart y el joven Beethoven así la hicieron, aunque por
muy poco tiempo, no más de cincuenta años.
Porque dos de
ellos mismos, Mozart y más que nadie Beethoven, la habrían
de llevar a significar los goces o las tormentas del alma, que ésta es la marca
de la romántica, aunque los técnicos dicen que es el predominio de la melodía.
Pero se perdió la libertad de expresión en la ejecución. Los autores románticos
quisieron que sus obras solo fueran la expresión de su sensibilidad y hasta
hoy, el ejecutante lucha cada vez por manifestarse a través de las obras románticas.
En este devenir
surgieron los impresionistas franceses, que de la pintura tomaron no sólo el
nombre, sino el color. Así como Monet, Cezanne o van Gogh cambiaron el dibujo
por el color, Debussy y Ravel cambiaron el ritmo por una armonía tan rica, tan
nueva, tan suave y natural, que sólo se puede comparar al color. Fueron los
pintores de la naturaleza, pero de la emotividad de la naturaleza.
La última
revolución ocurrió a principios del siglo XX, cuando los artistas,
decepcionados por una humanidad que había traicionado sus mejores ideales para
despeñarse en la locura de la Primera Guerra Mundial, llevaron a la música por
rumbos aparentemente caóticos y nihilistas, que sólo reflejaban el asco por lo
ocurrido. Así, dolorosamente, se dio el modernismo, que a través de sus dos
corrientes hijas, el atonalismo y el neoclasicismo, habría de crear las obras
maestras de nuestros tiempos.
Vivimos en el
final de la historia. Con nosotros, todos los ciclos se cierran. No sabemos lo
que habrá de suceder, aunque algunos audaces se aventuren a augurarlo.
Hasta aquí vamos en la historia de la música clásica.