Acerca de mí

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Soy Rogelio Macías-Sánchez, de tantos años ya, que se me permite no decir cuántos. Soy mexicano y vivo en México país, médico cirujano de profesión, neurocirujano y neurólogo de especialidad. Ahora y por edad, soy neurólogo y neurocirujano en retiro. Soy maestro de mi especialidad en la Facultad de Medicina de la Universidad Michoacana de San Nicolás de Hidalgo y un entusiasta de la difusión de la ciencia a la comunidad. Pero eso no es toda mi vida. Soy un amante fervoroso de la música clásica, actividad que fomento desde mi infancia. La vivo intensamente y procuro compartirla. Soy diletante en vivo y mucho disfruto, de la música grabada, mejor cuando es en compañía de almas gemelas para esto. Finalmente, amo la vida y la disfruto. Parte de ello es comer bien y beber mejor, es decir, moderado pero excelente. De aquí mi afición a los vinos y las cavas. Los conozco, los disfruto y me entusiasma compartir lo que conozco y lo que me gusta. Esta página pretende abrir una comunicación sobre los vinos, la música clásica y la neurología para profanos. Si es socorrida, el mérito será de ustedes. Diciembre de 2022

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lunes, 2 de noviembre de 2020

DELA MÚSICA CLÁSICA

Hoy diré de la música clásica, aquella gran herencia que ha dejado el arte occidental. Desde Guillaume de Machault en el siglo XIV hasta nuestros días, han sido creadas gran cantidad de obras maestras, productos de una sensibilidad, una esperanza y una mentalidad determinadas por mil años de civilización.

Los fundadores de esta música occidental partieron del canto llano, el canto gregoriano de las iglesias cristianas primitivas, un canto en decadencia escolástica: el solista ya desaparecía ante el coro y las incidencias instrumentales contrapunteaban las voces. La revolución consistía en usar los instrumentos como si fueran voces, pasarse a la polifonía, dejar el ritmo irracional para adoptar el compás racional, buscar la novedad ahí donde los antiguos querían fidelidad.

¿Fue esto bueno? Claro que sí, pero sólo por la afirmación de la búsqueda curiosa de los hombres, ya que en el arte no hay mejor ni peor, sólo diferente.

Años después, por el 1600, como una reacción contra la polifonía que había venido a ser excesiva y por lo tanto decadente, surgió la ópera como un movimiento intelectual y aparentemente elitista, pero que tenía sus raíces en los madrigales populares. Surgieron entonces los nombres de Palestrina y Monteverdi, como los campeones de un barroco temprano, que volvía los ojos a los modos clásicos de la Grecia antigua.

Esto también fue una revolución que ya no se repetiría hasta principios del siglo XX, pues desde entonces los cambios se dieron paulatinamente, como aportación de hallazgos estéticos que se sumaban a aquellos en uso. Johann Sebastian Bach, Handel y Vivaldi no crearon una nueva época, sólo enriquecieron con su armonía las viejas melodías y sus ritmos, para llevar el barroco al esplendor a mediados del siglo XVIII, esplendor que en parte dependía de la libertad para ejecutar la música.

Los clásicos tomaron la dinámica, desarrollada por los hijos de Bach y sus amigos en la última parte de ese siglo de las luces, volvieron por los fueros de la melodía, usaron de la polifonía lo que les convenía y suavizaron los ritmos barrocos, herederos de la antigüedad. Crearon así la música perfecta, absoluta, de equilibrio entre sus diferentes elementos, que no quiere decir nada más que música, que no se puede traducir. Haydn, Mozart y el joven Beethoven así la hicieron, aunque por muy poco tiempo, no más de cincuenta años.

Porque dos de ellos mismos, Mozart y más que nadie Beethoven, la habrían de llevar a significar los goces o las tormentas del alma, que ésta es la marca de la romántica, aunque los técnicos dicen que es el predominio de la melodía. Pero se perdió la libertad de expresión en la ejecución. Los autores románticos quisieron que sus obras solo fueran la expresión de su sensibilidad y hasta hoy, el ejecutante lucha cada vez por manifestarse a través de las obras románticas.

En este devenir surgieron los impresionistas franceses, que de la pintura tomaron no sólo el nombre, sino el color. Así como Monet, Cezanne o van Gogh cambiaron el dibujo por el color, Debussy y Ravel cambiaron el ritmo por una armonía tan rica, tan nueva, tan suave y natural, que sólo se puede comparar al color. Fueron los pintores de la naturaleza, pero de la emotividad de la naturaleza.

La última revolución ocurrió a principios del siglo XX, cuando los artistas, decepcionados por una humanidad que había traicionado sus mejores ideales para despeñarse en la locura de la Primera Guerra Mundial, llevaron a la música por rumbos aparentemente caóticos y nihilistas, que sólo reflejaban el asco por lo ocurrido. Así, dolorosamente, se dio el modernismo, que a través de sus dos corrientes hijas, el atonalismo y el neoclasicismo, habría de crear las obras maestras de nuestros tiempos.

Vivimos en el final de la historia. Con nosotros, todos los ciclos se cierran. No sabemos lo que habrá de suceder, aunque algunos audaces se aventuren a augurarlo. Hasta aquí vamos en la historia de la música clásica.