Dice Daniel Freckmann: “La música es una experiencia de carácter no verbal, absolutamente inaccesible por medios puramente literarios o eruditos”. Esta afirmación periódicamente me remueve intranquilidad de conciencia; efectivamente, no se puede hablar o escribir de música.
La música es un lenguaje del hombre más antiguo que el verbal. Comunica sentimientos e ideas complejas usando como medio los sonidos desde muchos miles de años antes de que se nos diera el verbo. De esto hay evidencias antropológicas prehistóricas, históricas y actuales. El hombre inventó la música como un ritmo; por mejor decir, la descubrió en sus ritmos internos y la externalizó percutiendo mano con mano, piedra con piedra, hueso con hueso o lo que fuera con lo que fuera y emitiendo, con su aparato fonador, sonidos con una secuencia sin contenido verbal. De ahí a la danza no hubo gran distancia y con estos elementos primigenios (ritmo y percusión) surgió la música como sistema de comunicación primitivo pero infinito, aún no superado y de belleza primaria todavía no explicada.
Muchos miles de
años habrían de pasar antes de que la música adquiriera su segundo gran
elemento estructural: la melodía, que implica la adecuación del ritmo de las
palabras al ritmo musical. Esto significa que la melodía en la música surgió
después del lenguaje verbal. Tampoco hubo una gran distancia entre esto y la
canción, que es la estructura musical melódica por excelencia. En este caso, el
texto verbal es el mensajero principal de las ideas, pero en las que podríamos
llamar canciones sin palabras, que son aquellas piezas con ritmo y melodía,
pero sin verbo, el mensajero es el idioma musical.
Estos dos
elementos de la música son más viscerales que intelectuales, son emocionales,
más dionisiacos que apolíneos. Del otro elemento primario de la música, la
armonía, sí tenemos documentación histórica de su arribo a la música
occidental; démosle más o menos mil años de antigüedad. Es un elemento
eminentemente intelectual y podríamos describirlo como aquello que acompaña,
viste, enriquece y complica a la melodía.
La música, como
el verbo, consiste en unidades sonoras que, en diferentes arreglos y
combinaciones, se constituyen en elementos simbólicos con significado, pero
que, además, emana una mágica belleza. Cuando, como oyentes de la música, somos
capaces de ser hechizados por esa belleza y de percibir los mensajes que
conlleva, entonces se ha dado el fenómeno musical, la experiencia estética, el
éxtasis a través de la música.
Para nosotros,
los legos de la música, la dificultad en alcanzar este éxtasis es que buscamos
traducir el lenguaje musical al verbal, pero esa traducción es imposible.
Cuando a Beethoven le preguntaron que quería decir con su sonata Appassionata, simplemente se sentó al
piano y tocó los primeros compases de ella. Y cuando a Silvestre Revueltas un
periodista le preguntó que significaba su música, le respondió: “¿Usted cree
que si yo pudiera expresar mis ideas con palabras, me pasaría noches enteras
escribiendo esos cientos de notas?”.
Por esto no se
puede hablar ni escribir de la música. Cuando con torpeza inconsciente lo
intentamos, en realidad solemos hablar de historia de la música, de filosofía,
de sociología, de lógica, de teoría de las comunicaciones, de estética, de
semántica, incluso de política y hasta de psicología, pero no podemos hablar de
la música misma porque no existe un código traductor de las ideas musicales a
ideas verbales. Son de diferente naturaleza.
La música debe
ser oída. De nada valen las doctas escrituras de alguno que se diga experto en
música si ellas no inducen a escucharla. La música es un arte y, por lo tanto,
su forma de conocimiento es la sensibilidad, no la razón ni el método
científico ni la revelación. La música debe ser gustada más que entendida y
para eso es mejor exponerse a ella que leer a los eruditos. La música, como
arte que se da en el tiempo y no en el espacio, se recrea cada vez que se
ejecuta y se recrea por la interacción entre el intérprete y el público. Lo
mejor es participar en esa recreación exponiéndose a la música.
Cuando escribo de música, lo único que
trato es de contagiar mi pasión por ella, nunca de traducir las ideas
musicales; tratar de hacerlo sería vanidad o locura.