La música es un lenguaje o por lo menos un discurso y, por lo tanto, siempre expresa ideas; y como los músicos no están locos, sus ideas tienen un orden, un programa y, por lo tanto, toda la música tiene programa. Sin embargo, en los escritos sobre la música se distingue claramente entre la música programática y la absoluta, llamando así a "la que no tiene programa".
La música programática es lo contrario. El músico intencionalmente trata de poner en las formas y con la gramática musical, un programa de ideas tomado del lenguaje verbal o transcribir imágenes visuales (paisajes, pinturas, mujeres, etcétera) a imágenes auditivas. Se trata de generar, con la música, emociones similares a las que el autor recibió al ver el objeto que describe con música o al leer las ideas escritas que le indujeron a componer.
Lo que pasa es que el programa de la música absoluta no se puede traducir al lenguaje del verbo, que es el que usamos la mayoría de los humanos para expresar nuestros pensamientos. El lenguaje musical tiene formas como las literarias y una gramática compleja, como la del verbo, pero las formas y la gramática no son las ideas. Las de un poeta pueden quedar plasmadas en un bello soneto y las de un filósofo en un magnífico ensayo, pero ninguno de ellos podría expresarlas en música. Un músico no tiene verbo para decir sus cosas, sólo tiene música. Y si le preguntan ¿qué significa?, contesta: "Si mis ideas las pudiera expresar con palabras, no escribiría música". Esa es la música absoluta, cuyo programa de ideas no tiene traducción al lenguaje verbal. Beethoven hizo muy poca música programática y la obra más extensa de esa característica es la Sinfonía Pastoral.
Desde siempre yo prefiero la música absoluta y esta preferencia se ha acentuado con el paso de los años. Amo profundamente la música de Beethoven y sus sinfonías, pero la que menos me llega es la Pastoral, la Sexta. Su música me emociona profundamente, pero en cuanto la asocio al ambiente bucólico que al autor motivó, enormemente se me desvanece el gusto. Así ha sido desde hace más de sesenta años y eso es triste.
Desde que vi anunciado el programa de la OSX para el 17 de marzo, decidí asistir al concierto para deshacerme de ese, llamémoslo maleficio, que me impedía entender y disfrutar de las excelsas ideas musicales de esa sinfonía, sin verme estorbado por su contexto programático. Mis experiencias anteriores me dijeron que la OSX, por su enorme calidad de competividad mundial y magistral dirección, sería capaz de ayudarme a ello.
Con buena entrada, aunque no un lleno, y abriendo el programa, se presentó el maestro Martin Lebel para dirigir, desde el podio y de memoria, la Sexta Sinfonía de Beethoven. La verdad es que ajusté, conscientemente, los controles correspondientes de mi corteza cerebral para desaparecer el programa externo a la música y la dejé totalmente expuesta y receptiva para las ideas musicales. ¡Y qué experiencia, amigos míos!; se me dio la magia de desaparecer cualquier contaminación extramusical. Disfruté, por vez primera y como nunca, de la magia y sabiduría beethovenianas encerradas en esa obra, atenido nada más a las ideas y el lenguaje musicales, tan hermosos, significativos y penetrantes. Gracias por ello a los responsables.