- Gracias Don Alonso por abrirme las puertas de su casa y permitirme saludarlo. Mire que “ancha es la Mancha” y la única indicación para encontrarlo es “un lugar de cuyo nombre no quiero acordarme".
- ¡Valga!, pero ¿quién sois
vos que tan extraño dice la lengua de Castilla?
- Soy Rogelio Macías, sin
ningún “don” que preceda mis nombres, y vengo de América, de México.
- No hay colonia ultramarina
de España que así se nombre. ¿Os burláis de mí?
- Para nada, don Alonso, es
que vengo de su futuro; bueno, de vuestro
futuro, para que me entienda bien.
- Tampoco eso entiendo ni creo,
salvo que obra sea de magos.
- Y lo es, Don Alonso. Acudí a
ese sabio encantador que busca ser cronista de su peregrina historia.
- Sólo que os refiráis a
Merlín, el poderoso mago de Inglaterra, que en cualquier nación donde aún
cabalgan caballeros andantes, tenemos que soportar. El domina los ámbitos del
conocimiento, la muerte y el tiempo.
- A esto último me atuve para
llegar con usted, Don Alonso.
- ¿Cómo es eso, señor mío?,
que sigo sin entender.
- Pues entonces, Don Alonso,
tome asiento y tome calma. Invíteme una copa de vino y abra el magín para
escuchar lo que nunca imaginó.
Ansioso, me acomodó en un
vestíbulo modesto, en una silla medio desvencijada, y en otra semejante él se
sentó también. No hizo la intención de traer vino alguno.
- Estoy en su casa de La
Mancha, que trabajo me ha costado llegar, y estamos en el año 1607. Vengo de
lejos, en tiempo y espacio. La Nueva España ya no es colonia de España, ahora
se llama México y estamos en el año 2020, cuatrocientos trece años después que
aquí. Invoqué a Merlín, que ahora ronda por allá, y que tan sólo de saber que
buscaba a Don Alonso Quijano, se ingenió y magias hizo, para casi al instante y
sin saber yo cómo, ponerme en la Ciudad Real en este albor del siglo XVII después
del nacimiento de Jesucristo. Me tiró en la Plaza Mayor y sólo me dijo:
“Entiéndetelas tu solo para llegar; yo tengo otros asuntos por aquí”. He
caminado la legua, mejor dicho, muchas leguas, casi siempre perdido. No me
pregunte como llegué a su casa, pero ya fueron semanas de rodar por La Mancha.
- ¿Qué querrá por acá ese malandrín de espanto? Pero bueno… el importante ahora sois vos, don Rogelio. Ya escuché que os conocen por Rogelio Macías, sin ningún “Don” que preceda sus nombres, pero debo trataros con el Don, pues claramente se ve que sois mayor que yo y no malandrín, asaltante, bandido o mala persona, como ahora mismo hay tantos por acá. Lo que me incomoda es que si bien, bien os entiendo, habláis muy raro, como que os faltan palabras y énfasis.
- Bueno don Alonso, es que usted habla y entiende la lengua castellana hermosa y primigenia, aquella de la que don Miguel de Cervantes fijó sus bases sustantivas.
- ¡Don Miguel...! Sé que corre por ahí un su libro que narra mis aventuras y desventuras en una larga salida que hice sin fortuna, libro tal que me dicen ha gustado y recorrido España y otros lares, traducido a sus propias lenguas. ¡Vaya usted a saber que tan verídico sea!
- De cosas que en ese libro se
dicen he venido a platicar con usted, no vaya a ser que falten, sobren o estén
tergiversadas. El tomo se llama El Ingenioso Hidalgo
Don Quixote de la Mancha y está firmado, en 1605, por Miguel de Cervantes
Saavedra. Pero Don Alonso, ¡sin vino no podemos seguir!
- El ama no está en casa, tampoco
la sobrina ni el mozo de campo. Hoy no me visita el barbero, el cura ni un
bachiller que siempre mucho metido anda por aquí y tanto le desconfío. Pero
bueno, deje ver si encuentro un cuero con un buen tinto. Esconden mis libros de
caballería, igual que el vino, y me escatiman el carnero en la comida. Así voy
a morir, cuando tanta falta hacen los de mi estirpe, los caballeros andantes
que por el mundo andamos desfaciendo entuertos. Pero déjeme ir…
Ruidos de despensas caídas,
maldiciones y súplicas a nadie, metales que chocan, escurrir de líquidos y
reaparece Don Alonso con sendos grandes vasos de cobre, rústicos y algo
abollados, llenos casi al ras de un vino rojo que burbujeaba su aroma
delicioso. Sorbimos generosamente nuestros vasos.
- ¡Salud! - me ha dicho – y
suelte lo que tenga que soltar, que de impaciencia me deshago.
- Bien, lo haré, don Alonso,
pero permítame primero decir de este vino magnífico; que es de un limpio rojo granate,
de tenue aroma de bálsamos que no interfiere con el sabor; éste es redondo y persistente.
¡Gracias, don Alonso!, y dígame ¿de donde es este caldo?
- ¿De dónde va a ser, don Rogelio? De La Mancha, pues
no hay mejores vinos en España. De cientos de años se cultivan vides, más para
rojos que para blancos, y hay una uva muy de por acá que le dicen “tinta tempranillo”,
de piel gruesa y color negro azulado; sus vinos son finos, amables y sedosos, pero
se suben pronto a la cabeza. De ése tiene en la mano. Bebámoslo con salud y
provecho.
-Gracias, Don Alonso.
He de decirle que allá en América, del otro lado del mundo y cuatrocientos años
después de ahora, vino de La Mancha de uva Tempranillo tiene siempre un lugar
distinguido en mi cava. Hay uno que se llama 1605, por el año en que se publicó
por primera vez su historia.
- ¡Vive Dios que
porfiáis en eso, Don Rogelio! – dijo en tono alto y exaltado. - O mentís cual
árabe bellaco o estáis loco de atar. ¡Qué venirme a decir que vivís en el año
2000 y que ya no hay Nueva España en el mundo!
- Para eso he venido,
Don Quijote de La Mancha; para hablar con usted de su locura.
Pausa larga y silencio profundo.
- ¿Qué queréis que os diga? ¿Qué estoy loco? En todo caso, juzgadlo vos.
- Bueno, mi señor Don
Quijote: desde que salió a la luz su historia, se ha leído en todo el mundo,
desde entonces y hasta ahora mismo. Yo lo hice en ocho ocasiones, la primera a
los trece años, y la verdad es que cada una la disfruté más que la anterior. Y
muchos en mi país lo han hecho, de todas las clases sociales, que más son de
riqueza que de sociedad, y de todos los grados de educación, hasta doctores en
los mayores estudios. La mayor parte de ellos la han disfrutado, aunque algunos
confiesan que no les gustó. Pero hay una opinión casi general: ¡Que usted
estaba loco! Y lo digo en pasado porque recuerde que vengo desde
cuatrocientos años después del tiempo que es ahora en este lugar.
- Basta de locuras
tales, que esas sí lo son. Y decidme, ¿por qué así me juzgan?
- Bueno, señor mío, que
eso de salir a revivir la andante caballería, mal armado y apenas en jamelgo,
acompañado de un campesino pobre, ignorante de cualquier letra, aunque de
sabiduría innata y popular, gordo y chaparrón, inútil para lances de combate
pero que ostenta el título de escudero. Y usted mismo, Don Alonso, con más de
cincuenta años cumplidos, es cierto que de complexión recia, aunque seco de
carnes y enjuto de rostro.
- Eso no hace loco a nadie, y menos que a nadie, a mí.

- Y bueno, otra vez, mi
señor Don Quijote, que con tal facha, cabalgadura, armamento y compañía sale al
extenso campo de La Mancha y toda España a buscar aventuras donde desfacer
entuertos... Agravios que cometen molinos de viento o rebaños de corderos que
usted ataca creyendo que son gigantes nefastos o bandadas de maleantes. Fingir
una enamorada inexistente, la señora Dulcinea del Toboso, destino de todas sus
penas y suspiros, sin que nunca nadie más haya sabido de ella.
- Que nunca nadie la
haya visto, ni yo mismo, no significa que no exista. ¡vale Dios!
- Pero ¿qué hay que
pensar, Don Alonso, de su ataque inmisericorde a los cueros de vino degollando
en ellos al “gigante enemigo de la señora princesa Micomicona?”. No se conformó
con cercenar sólo una cabeza, sino varios cueros que tenía el ventero y que el
chorrear del vino confundió usted con la sangre del gigante que había vencido.
¿Quién compensó los daños a la hacienda del ventero? Usted no. Si esto no es
locura, es maldad, señor mío.
Nueva larga pausa y
profundo silencio, que finalmente rompió Don Alonso:
- ¿Y hay en ese su tomo
de mi historia que escribió Cervantes, algún hecho o discurso que no sea de
locura?
- Claro que sí, mi
señor Don Quijote. Hay varios notables, pero de pronto recuerdo dos muy claros.
Primero diré unas líneas de un muy
atinado discurso que hicisteis en la mesa de cenar de una venta peregrina, sobre
los méritos comparados de las artes de
las letras y las armas. Dice así:
“Siendo pues ansí que las armas requieren espíritu como las letras,
veamos ahora cual de los dos espíritus, el del letrado ó el del guerrero,
trabaja más: y esto se vendrá a conocer por el fin y paradero a que cada uno se
encamina, porque aquella intención se ha de estimar en más, que tiene por
objeto más noble fin. Es el fin y paradero de las letras (…) poner en su punto
la justicia distributiva, y dar a cada uno lo que es suyo, entender y hacer que
las buenas leyes se guarden: fin por cierto generoso y alto y digno de grande
alabanza; pero no de tanta como merece aquel á que las armas atienden, las
cuales tiene por objeto y fin la paz, que es el mayor bien que los hombres
pueden desear en esta vida.”
![]() |
Del curioso discurso de las armas y la letras |
- No me interrumpáis, Don Alonso, pues ahora trataré de repetir dos pequeñas partes de otra pieza oratoria sublime de vos: el Discurso de la Edad de Oro.
“Dichosa edad y siglos dichosos aquellos
a quien los antiguos pusieron nombre de dorados, y no porque en ellos el oro,
que en esta nuestra edad de hierro tanto se estima, se alcanzase en aquella
venturosa sin fatiga
alguna, sino porque entonces los que en ella vivían ignoraban estas dos palabras
de tuyo y mío.”
“No había la fraude, el engaño
ni la malicia mezclándose con la verdad y llaneza. La justicia se estaba
en sus proprios términos, sin que la osasen turbar ni ofender los del favor y
los del interese, que tanto ahora la menoscaban, turban y persiguen. La ley del
encaje aún no se había sentado en el entendimiento del juez, porque
entonces no había qué juzgar ni quién fuese juzgado.”
![]() |
Discurso de La Edad de Oro |
Silencio. La verdad,
belleza y justicia de lo recitado había pasmado nuestro pensamiento y nuestra
lengua. No sé cuánto tiempo continuamos callados, respirando apenas y gustando,
con timidez y lentitud, el vino magno de La Mancha antigua. Rato largo después:
- Ahora contesta,
Rogelio. ¿Pudo un loco, de tu tiempo o el mío, escribir eso que tan bien acabas
de recordar?
Pausa más larga aún.
- Contesta, Rogelio;
pero como en el último párrafo que dijiste: “con verdad y llaneza”.
- No. Pero entonces, ¿qué
ocurre, mi Señor Don Quijote?
- La respuesta es simple,
pero no te la diré ahora, pues mi misión en el mundo y en la vida, como la de
todos los caballeros andantes, no ha terminado. Por ahora estoy confinado, pero
no finado. Ya llevo rato sin salir de casa, pero estoy preparando mi tercera
salida. Si tu nación y tu siglo son tan magníficos como dices, ya te enterarás
y podrás entonces volver a platicar conmigo. Te recomiendo alejarte de Merlín.
Ahora, terminemos nuestro vino y, como dicen algunos en España: ¡Abur!
N.B.
Las ilustraciones que ennoblecen este texto son de las originales de
Gustave Doré (1832-1883), insuperable artista grabador francés, que hizo 377
láminas para ilustrar una edición de El Quijote, en 1863.
Post scriptum:
… por aquí … nos conduce extraño Hechizo
atravesar por lo nimio y enfermizo;
hasta vencer a la muerte!
Luz que de los misterios llega,
Mundo revelador que el Autor nos lega,
Y cual Mago
lo nebuloso en Oro convierte,
Lo indescifrable en sabiduría trueca.
. . . Ahondad lo débil al lado de lo fuerte,
Lo intrínseco, no menos que lo vano,
Estandarte sea de tu Suerte:
La Compleja
Visión de lo Humano . . .”
Anhelo que con este libro te brinda . . .
Rebeca Aurora
24 de
Diciembre de 1950