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Soy Rogelio Macías-Sánchez, de tantos años ya, que se me permite no decir cuántos. Soy mexicano y vivo en México país, médico cirujano de profesión, neurocirujano y neurólogo de especialidad. Ahora y por edad, soy neurólogo y neurocirujano en retiro. Soy maestro de mi especialidad en la Facultad de Medicina de la Universidad Michoacana de San Nicolás de Hidalgo y un entusiasta de la difusión de la ciencia a la comunidad. Pero eso no es toda mi vida. Soy un amante fervoroso de la música clásica, actividad que fomento desde mi infancia. La vivo intensamente y procuro compartirla. Soy diletante en vivo y mucho disfruto, de la música grabada, mejor cuando es en compañía de almas gemelas para esto. Finalmente, amo la vida y la disfruto. Parte de ello es comer bien y beber mejor, es decir, moderado pero excelente. De aquí mi afición a los vinos y las cavas. Los conozco, los disfruto y me entusiasma compartir lo que conozco y lo que me gusta. Esta página pretende abrir una comunicación sobre los vinos, la música clásica y la neurología para profanos. Si es socorrida, el mérito será de ustedes. Diciembre de 2022

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lunes, 24 de agosto de 2020

DEL VINO Y LA LOCURA: DIÁLOGO CON DON ALONSO QUIJANO

- Gracias Don Alonso por abrirme las puertas de su casa y permitirme saludarlo. Mire que “ancha es la Mancha” y la única indicación para encontrarlo es “un lugar de cuyo nombre no quiero acordarme".

- ¡Valga!, pero ¿quién sois vos que tan extraño dice la lengua de Castilla?

- Soy Rogelio Macías, sin ningún “don” que preceda mis nombres, y vengo de América, de México.

- No hay colonia ultramarina de España que así se nombre. ¿Os burláis de mí?

- Para nada, don Alonso, es que vengo de su futuro; bueno, de vuestro futuro, para que me entienda bien.

- Tampoco eso entiendo ni creo, salvo que obra sea de magos.

- Y lo es, Don Alonso. Acudí a ese sabio encantador que busca ser cronista de su peregrina historia.

- Sólo que os refiráis a Merlín, el poderoso mago de Inglaterra, que en cualquier nación donde aún cabalgan caballeros andantes, tenemos que soportar. El domina los ámbitos del conocimiento, la muerte y el tiempo.

- A esto último me atuve para llegar con usted, Don Alonso.

- ¿Cómo es eso, señor mío?, que sigo sin entender.

- Pues entonces, Don Alonso, tome asiento y tome calma. Invíteme una copa de vino y abra el magín para escuchar lo que nunca imaginó.

Ansioso, me acomodó en un vestíbulo modesto, en una silla medio desvencijada, y en otra semejante él se sentó también. No hizo la intención de traer vino alguno.

- Estoy en su casa de La Mancha, que trabajo me ha costado llegar, y estamos en el año 1607. Vengo de lejos, en tiempo y espacio. La Nueva España ya no es colonia de España, ahora se llama México y estamos en el año 2020, cuatrocientos trece años después que aquí. Invoqué a Merlín, que ahora ronda por allá, y que tan sólo de saber que buscaba a Don Alonso Quijano, se ingenió y magias hizo, para casi al instante y sin saber yo cómo, ponerme en la Ciudad Real en este albor del siglo XVII después del nacimiento de Jesucristo. Me tiró en la Plaza Mayor y sólo me dijo: “Entiéndetelas tu solo para llegar; yo tengo otros asuntos por aquí”. He caminado la legua, mejor dicho, muchas leguas, casi siempre perdido. No me pregunte como llegué a su casa, pero ya fueron semanas de rodar por La Mancha.

- ¿Qué querrá por acá ese malandrín de espanto? Pero bueno… el importante ahora sois vos, don Rogelio. Ya escuché que os conocen por Rogelio Macías, sin ningún “Don” que preceda sus nombres, pero debo trataros con el Don, pues claramente se ve que sois mayor que yo y no malandrín, asaltante, bandido o mala persona, como ahora mismo hay tantos por acá. Lo que me incomoda es que si bien, bien os entiendo, habláis muy raro, como que os faltan palabras y énfasis.

- Bueno don Alonso, es que usted habla y entiende la lengua castellana hermosa y primigenia, aquella de la que don Miguel de Cervantes fijó sus bases sustantivas.

- ¡Don Miguel...! Sé que corre por ahí un su libro que narra mis aventuras y desventuras en una larga salida que hice sin fortuna, libro tal que me dicen ha gustado y recorrido España y otros lares, traducido a sus propias lenguas. ¡Vaya usted a saber que tan verídico sea!

- De cosas que en ese libro se dicen he venido a platicar con usted, no vaya a ser que falten, sobren o estén tergiversadas. El tomo se llama El Ingenioso Hidalgo Don Quixote de la Mancha y está firmado, en 1605, por Miguel de Cervantes Saavedra. Pero Don Alonso, ¡sin vino no podemos seguir!

- El ama no está en casa, tampoco la sobrina ni el mozo de campo. Hoy no me visita el barbero, el cura ni un bachiller que siempre mucho metido anda por aquí y tanto le desconfío. Pero bueno, deje ver si encuentro un cuero con un buen tinto. Esconden mis libros de caballería, igual que el vino, y me escatiman el carnero en la comida. Así voy a morir, cuando tanta falta hacen los de mi estirpe, los caballeros andantes que por el mundo andamos desfaciendo entuertos. Pero déjeme ir…

Ruidos de despensas caídas, maldiciones y súplicas a nadie, metales que chocan, escurrir de líquidos y reaparece Don Alonso con sendos grandes vasos de cobre, rústicos y algo abollados, llenos casi al ras de un vino rojo que burbujeaba su aroma delicioso. Sorbimos generosamente nuestros vasos.

- ¡Salud! - me ha dicho – y suelte lo que tenga que soltar, que de impaciencia me deshago.

- Bien, lo haré, don Alonso, pero permítame primero decir de este vino magnífico; que es de un limpio rojo granate, de tenue aroma de bálsamos que no interfiere con el sabor; éste es redondo y persistente. ¡Gracias, don Alonso!, y dígame ¿de donde es este caldo?

- ¿De dónde va a ser, don Rogelio? De La Mancha, pues no hay mejores vinos en España. De cientos de años se cultivan vides, más para rojos que para blancos, y hay una uva muy de por acá que le dicen “tinta tempranillo”, de piel gruesa y color negro azulado; sus vinos son finos, amables y sedosos, pero se suben pronto a la cabeza. De ése tiene en la mano. Bebámoslo con salud y provecho.

-Gracias, Don Alonso. He de decirle que allá en América, del otro lado del mundo y cuatrocientos años después de ahora, vino de La Mancha de uva Tempranillo tiene siempre un lugar distinguido en mi cava. Hay uno que se llama 1605, por el año en que se publicó por primera vez su historia.

- ¡Vive Dios que porfiáis en eso, Don Rogelio! – dijo en tono alto y exaltado. - O mentís cual árabe bellaco o estáis loco de atar. ¡Qué venirme a decir que vivís en el año 2000 y que ya no hay Nueva España en el mundo!

- Para eso he venido, Don Quijote de La Mancha; para hablar con usted de su locura.

Pausa larga y silencio profundo.

- ¿Qué queréis que os diga? ¿Qué estoy loco? En todo caso, juzgadlo vos.

- Bueno, mi señor Don Quijote: desde que salió a la luz su historia, se ha leído en todo el mundo, desde entonces y hasta ahora mismo. Yo lo hice en ocho ocasiones, la primera a los trece años, y la verdad es que cada una la disfruté más que la anterior. Y muchos en mi país lo han hecho, de todas las clases sociales, que más son de riqueza que de sociedad, y de todos los grados de educación, hasta doctores en los mayores estudios. La mayor parte de ellos la han disfrutado, aunque algunos confiesan que no les gustó. Pero hay una opinión casi general: ¡Que usted estaba loco! Y lo digo en pasado porque recuerde que vengo desde cuatrocientos años después del tiempo que es ahora en este lugar.

- Basta de locuras tales, que esas sí lo son. Y decidme, ¿por qué así me juzgan?

- Bueno, señor mío, que eso de salir a revivir la andante caballería, mal armado y apenas en jamelgo, acompañado de un campesino pobre, ignorante de cualquier letra, aunque de sabiduría innata y popular, gordo y chaparrón, inútil para lances de combate pero que ostenta el título de escudero. Y usted mismo, Don Alonso, con más de cincuenta años cumplidos, es cierto que de complexión recia, aunque seco de carnes y enjuto de rostro.

- Eso no hace loco a nadie, y menos que a nadie, a mí.

         

- Y bueno, otra vez, mi señor Don Quijote, que con tal facha, cabalgadura, armamento y compañía sale al extenso campo de La Mancha y toda España a buscar aventuras donde desfacer entuertos... Agravios que cometen molinos de viento o rebaños de corderos que usted ataca creyendo que son gigantes nefastos o bandadas de maleantes. Fingir una enamorada inexistente, la señora Dulcinea del Toboso, destino de todas sus penas y suspiros, sin que nunca nadie más haya sabido de ella.

- Que nunca nadie la haya visto, ni yo mismo, no significa que no exista. ¡vale Dios!


- Pero ¿qué hay que pensar, Don Alonso, de su ataque inmisericorde a los cueros de vino degollando en ellos al “gigante enemigo de la señora princesa Micomicona?”. No se conformó con cercenar sólo una cabeza, sino varios cueros que tenía el ventero y que el chorrear del vino confundió usted con la sangre del gigante que había vencido. ¿Quién compensó los daños a la hacienda del ventero? Usted no. Si esto no es locura, es maldad, señor mío.

Nueva larga pausa y profundo silencio, que finalmente rompió Don Alonso:

- ¿Y hay en ese su tomo de mi historia que escribió Cervantes, algún hecho o discurso que no sea de locura?

- Claro que sí, mi señor Don Quijote. Hay varios notables, pero de pronto recuerdo dos muy claros.  Primero diré unas líneas de un muy atinado discurso que hicisteis en la mesa de cenar de una venta peregrina, sobre los méritos comparados de las artes de las letras y las armas. Dice así:

Siendo pues ansí que las armas requieren espíritu como las letras, veamos ahora cual de los dos espíritus, el del letrado ó el del guerrero, trabaja más: y esto se vendrá a conocer por el fin y paradero a que cada uno se encamina, porque aquella intención se ha de estimar en más, que tiene por objeto más noble fin. Es el fin y paradero de las letras (…) poner en su punto la justicia distributiva, y dar a cada uno lo que es suyo, entender y hacer que las buenas leyes se guarden: fin por cierto generoso y alto y digno de grande alabanza; pero no de tanta como merece aquel á que las armas atienden, las cuales tiene por objeto y fin la paz, que es el mayor bien que los hombres pueden desear en esta vida.”

Del curioso discurso de las armas y la letras

- No me interrumpáis, Don Alonso, pues ahora trataré de repetir dos pequeñas partes de otra pieza oratoria sublime de vos: el Discurso de la Edad de Oro.

“Dichosa edad y siglos dichosos aquellos a quien los antiguos pusieron nombre de dorados, y no porque en ellos el oro, que en esta nuestra edad de hierro tanto se estima, se alcanzase en aquella venturosa sin fatiga alguna, sino porque entonces los que en ella vivían ignoraban estas dos palabras de tuyo y mío.”

“No había la fraude, el engaño ni la malicia mezclándose con la verdad y llaneza. La justicia se estaba en sus proprios términos, sin que la osasen turbar ni ofender los del favor y los del interese, que tanto ahora la menoscaban, turban y persiguen. La ley del encaje aún no se había sentado en el entendimiento del juez, porque entonces no había qué juzgar ni quién fuese juzgado.”

Discurso de La Edad de Oro

Silencio. La verdad, belleza y justicia de lo recitado había pasmado nuestro pensamiento y nuestra lengua. No sé cuánto tiempo continuamos callados, respirando apenas y gustando, con timidez y lentitud, el vino magno de La Mancha antigua. Rato largo después:

- Ahora contesta, Rogelio. ¿Pudo un loco, de tu tiempo o el mío, escribir eso que tan bien acabas de recordar?

Pausa más larga aún.

- Contesta, Rogelio; pero como en el último párrafo que dijiste: “con verdad y llaneza”.

- No. Pero entonces, ¿qué ocurre, mi Señor Don Quijote?

- La respuesta es simple, pero no te la diré ahora, pues mi misión en el mundo y en la vida, como la de todos los caballeros andantes, no ha terminado. Por ahora estoy confinado, pero no finado. Ya llevo rato sin salir de casa, pero estoy preparando mi tercera salida. Si tu nación y tu siglo son tan magníficos como dices, ya te enterarás y podrás entonces volver a platicar conmigo. Te recomiendo alejarte de Merlín. Ahora, terminemos nuestro vino y, como dicen algunos en España: ¡Abur!

 

N.B.  Las ilustraciones que ennoblecen este texto son de las originales de Gustave Doré (1832-1883), insuperable artista grabador francés, que hizo 377 láminas para ilustrar una edición de El Quijote, en 1863.



Post scriptum:

El Ingenioso Hidalgo Don Quijote de la Mancha de Don Miguel de Cervantes Saavedra, ha sido un hito existencial en mi vida, conforme a la acepción 6 que de “hito” acepta el Diccionario de la Academia de la Lengua: Persona, cosa o hecho clave y fundamental dentro de un ámbito o contexto. Lo leí por vez primera en 1951, de trece años de edad, en una sencilla pero hermosa edición mexicana ilustrada por Doré. Fue regalo en la Navidad de 1950 de una prima mía llamada Rebeca Aurora, de cuya calidad humana dice mejor que nada o nadie, su dedicatoria:


… por aquí … nos conduce extraño Hechizo                  

atravesar por lo nimio y enfermizo;

hasta vencer a la muerte!

Luz que de los misterios llega,

Mundo revelador que el Autor nos lega,

Y cual Mago lo nebuloso en Oro convierte,

Lo indescifrable en sabiduría trueca.

 

. . . Ahondad lo débil al lado de lo fuerte,

Lo intrínseco, no menos que lo vano,

Estandarte sea de tu Suerte:

La Compleja Visión de lo Humano . . .”

 

Anhelo que con este libro te brinda . . .

 

                       Rebeca Aurora

 

                                      24 de Diciembre de 1950