DE MIS COMPAÑEROS ANDARIEGOS
Saben ustedes que
ahora salgo diario a caminar por la calle, para mantenerme en buena forma en esta reclusión obligada por COVID-19, que no ceja en enfermar y matar
gente. Lo interesante es que ya somos tantos humanos en el mundo, que una buena
cantidad de congéneres salen envalentonados a la calle con toda la cara al aire,
sin cubrebocas que los proteja a ellos y a los demás que cruzarse puedan. Dicen
ellos que eso de la pandemia es mentira, y mayor es que mate tanta gente. Con
envidiable frescura te preguntan:
- ¿Sabes de algún
vecino, familiar o conocido que se haya muerto o al menos enfermado de eso?
- Pues la verdad, no, pero ya vamos en
cientos de miles de muertos en el mundo en nueve meses y un más de un millón de
afectados. Y nuestra ciudad no canta mal las rancheras.
- Sí eso es real, ya te tocaba ver uno,
por lo menos enfermo.
- Es que somos más de siete mil millones
de humanos en el mundo.
- De todas maneras, ya te tocaba saber por
lo menos de uno, y nada. La tal pandemia es un invento y no me pondré máscara
alguna, pues no le tengo miedo ni te voy a contagiar.
- Pues entonces, ¡Satanás, aléjate de mí,
pues tú serás el primero de los contagiados que yo conozca!
Pero bueno, no todos los andariegos ociosos de mi colonia son así. Ayer me crucé, protegido yo con mi disfraz de maleante de anteojos oscuros y paliacate en la cara, con dos hermosas monjas jóvenes, delgadas y muy blancas, con su hábito formal pero moderno: blusa cerrada blanca de cuello alto, chaleco negro juvenil y falda negra delgada hasta media pierna. Por supuesto, medias también negras y delgadas (hacía un calor que si no de infierno, si de purgatorio), sencillas zapatillas y velo negros que de la cabeza caía hasta los hombros solamente. Las dos protegidas con sendos cubrebocas grandes de un blanco deslumbrante y modelo muy propio para monja joven y bella. Dignas de un cuadro de la escuela holandesa del siglo XVII o de la portada de una revista moderna de modas conventuales. Platicando entre ellas se cruzaron conmigo sin asustarse, probablemente porque ni siquiera cuenta se dieron de mí. ¡Qué sacudida para mi ego!
Y no todos mis cruces de andariego callejero por COVID-19 son tan afortunados. Mis compañeros más comunes son paseantes de perros, individuos solos, hombre o mujer, o familias de tres, cuatro o más miembros entre niños, adultos y perros, que de estos últimos los hay de todas las razas, sexos, edades y tamaños. No es infrecuente cruzarse con paseadores profesionales, que, ante la falta de otros trabajos, abundan en mi ciudad. Los hay con cubrebocas o sin él, pero nunca me he cruzado con perros que los usen. Cero perros callejeros, quizá víctimas ya del COVID-19 “para perros”. ¡Los chinos inventan de todo!
Pero lo que más me desconcierta en esos mis cruces con grupos simbióticos de dos especies animales inteligentes, es ¿quien saca a pasear a quien?: los humanos a los perros o los perros a los humanos. Es fascinante observarlos: "Jala para acá", "te arrastro para allá", “me vas a tirar, güey”, “a ver, alcánzame”, “no te vuelvo a sacar a pasear”, “iguanas ranas”, "obedéceme, ven acá”, “a ver la croqueta” “ya vámonos, Yoni, que allá viene ese señor con facha de maleante”, “si no me das croquetas dulces, me voy con él”. “Nooo, adiós. Vete con él, ingrato”.
Ahora soy yo el que sale corriendo
y gritando ¡Nooo!
domingo 6 de septiembre del 2020