Es para mí un ritual en el mar ver ponerse el sol y despedirme de él cada día. Después de hacerlo por años, el Sol se ha vuelto mi amigo y después de despedirnos no se quiere ir. Entonces incendia de rojos y naranjas y violetas y verdes y azules sus cielos y mis nubes, para prolongar su compañía y recordarme que al día siguiente tenemos otra cita.
Porque nunca he dudado que lo veré mañana, ni cuando triste se oculta tras las nubes grises para irse en silencio, procurando no molestarme con sus cuitas. Entonces yo, queriendo ser discreto, le doy la espalda para evitarle pena.
Otras veces, como niños o como adultos que juegan a niños, antes de despedirnos jugamos a "los escondidos". Se asoma y se pierde detrás de las nubes; yo le sigo el juego, lo veo y no lo veo. Y así jugando se va, encendiendo una vez más de rojos y rosas infinitos sus celestes banderas.
Ése es mi amigo el Sol, del que siempre que puedo me despido cuando se va. Yo sé que nunca faltará, lo que no puedo asegurar de mí.
Entre 1965 y 1968; muchos años ha.