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Wolfgang Amadeus Mozart (1756 - 1791) |
Hoy se me antoja fantasear sobre los méritos “humanos” de Mozart, ya que de los musicales hay muy poco que hablar, pues salvo la respetable opinión de Glenn Gould, todos sentimos que estamos en presencia de aquel que, en el arte, recibió el toque divino.
Toque divino que lo hace nuestro héroe. Nadie más escribió música como él. Y si alguien la hizo distinta o mejor fue porque Mozart había existido. Ese es el tono de los perfectos. Porque Mozart fue perfecto en la música, pero en nada fuera de ella. Surge entonces la pregunta de si ¿acaso hay dos Mozart, el divino y el humano, el genio y el ciudadano común de la Viena josefina?
Cuando por su
arte, ciencia o destreza hacemos de un hombre un ídolo, creemos que todo en él
es ideal. Pero eso nunca ha ocurrido, y quizá en nadie está tan distante la
imagen del artista y la “otra”, como en Mozart. Fue un genio, pero el nunca lo
supo, y quizá ello lo descalifique como tal. Y si tratamos de encontrar los
códigos éticos que conscientemente regían su conducta, probablemente nos
quedemos con las manos y las mentes vacías. Mozart no fue amoral, pero
desconocemos los fundamentos de su ética, pues nunca los expresó. Y la ligereza
de su conducta nos hace pensar que probablemente el tampoco estuvo consciente
de ellos. Nunca se comprometió, ni con su genio, el que, como ya dijimos,
desconocía.
Su relación con
la madre fue superficial y con el padre fue obligada. De su hermana pronto se
despreocupó; y si hacemos caso de la historia del romance y de las cartas con
su esposa Constanza, entendemos que poco más le interesó esta que varias de sus
alumnas, aunque en la intimidad se llevó muy bien con ella, como probablemente
también con las pupilas. Varios de sus hijos murieron chicos, y a los que
sobrevivieron, Karl Thomas y Franz Xaver Wolfgang, poco o nada los trató. Nunca
tuvo amigos fieles ni pudo servir a un patrón. Sus compañías en el último año
de vida rayaban en la delincuencia.
Siempre se declaró buen católico, pero parece ser que sus convicciones no iban más allá de sus palabras. A pesar de que escribió una ópera (Las bodas de Fígaro) que denuncia hechos que solo tres años después de su estreno desencadenarían la Revolución Francesa, Mozart nunca se manifestó por una ideología política o social. En una carta a su padre le dijo que sabía de la muerte, que la esperaba y que era su amiga. De nadie más dijo nunca algo igual. Los masones reclaman su compromiso con ellos, pero fuera de la música que escribió para las celebraciones de la logia, que por otra parte es bellísima, no hay otra evidencia de su interés por la fraternidad. Y hubo quien acusó a los hermanos masones de abandonarlo a la hora de su muerte.
Nadie ha escrito música con tanta facilidad como Mozart. Ello, y el hecho de que era capaz de componer bajo pedido cualquier clase de música, independientemente de su estado de ánimo, hace pensar que tampoco tenía compromiso con su arte. Pero cuando se escuchan los movimientos lentos de casi todos sus conciertos y de algunas sonatas y cuartetos, uno sabe que está frente al mensaje divino. Ahí, y solamente ahí, se encuentran volcados su pensar y su sentir más íntimos. Pero los no iniciados no los entendemos, porque queremos traducirlos a palabras, sin darnos cuenta que son sólo música; de aquella que está más allá de la razón y de la fe.