Hace un tiempo estuve en un desayuno de esos que son entre sociales y de conveniencia. Fuimos convocados ochocientos desayunadores para compartir con viejos conocidos, hacer nuevos y recibir una gratificación anual por méritos de ancianidad. Rebozábamos gusto en un salón amplio y bonito, departíamos con quienes el azar nos había asignado como compañeros de mesa y criticábamos a los anfitriones y autoridades, deporte favorito de los mexicanos de clase media y cierta educación.
Si bien no fui el primero en llegar, tampoco fui de los últimos y en la mesa en que estaba se podía platicar muy bien. Con una taza de café de medio pelo, nos reclamábamos ausencias prolongadas y festejábamos nuevas conocencias. Entonces empezó a retumbar el ambiente con unos bomm, bomm, bomm muy rítmicos que sentíamos en la boca del estómago mientras circulaban por el techo. Hice una pregunta sincera: ¿Esto es el ensayo electrónico-sonoro de unos músicos modernos o están derrumbando el edificio? Con seguridad absoluta, mis compañeros de mesa contestaron que era lo primero. Volteé hacia el fondo del salón y los vi como negros espectros contra el fondo luminoso de un ventanal enorme. Parecían contorsionistas en un espectáculo de sombras chinescas. Ensayaban, efectivamente, con guitarras eléctricas, batería, creo que un teclado y por supuesto con una de esas modernas y mágicas cajas de música que se llaman sintetizadores. ¡Está bueno!, me dije.
Empezó a pasar el tiempo, el desayuno a retrasarse y
el sonido a crecer en volumen, velocidad y desorden en tal manera y magnitud
que pronto fue un caos en el sentido literal de la palabra: “Comportamiento
errático e impredecible de un sistema dinámico”. No era posible que tales
sonidos provinieran de instrumentos tocados por seres humanos todavía en la
tierra; eran horribles y amenazantes. Confieso que con espanto volteé a verlos.
Y he aquí que los instrumentos se habían rebelado y se tocaban solos, además de
danzar agresivos por el aire, aunque sin salir del escenario. Era patético ver
a los pobres músicos, por llamarlos de algún modo, perseguirlos, por momentos
alcanzarlos e intentar volverlos al orden tocándolos ellos, pero sólo era por
instantes o, cuando más, por segundos y tampoco lo hacían muy bien.
Empecé a temer por la integridad del edificio y el destino de los ochocientos, pero antes de preocuparme seriamente me di a engullir el desayuno que para entonces ya estaba servido, pues había llegado el jefe de todos, No sé cómo ni por qué, pero callaron los instrumentos, aunque a regañadientes, a juzgar por los pitidos finales. Una dama bondadosa subió al escenario y pidió clemencia, reconocimiento y aplauso para los músicos por sus esfuerzos imperfectos para generar algo escuchable, “pues son aficionados, ustedes se dan cuenta”.
Y
¡órale!, que vuelve la rebelión de los instrumentos, la lucha por controlarlos
por parte de los aficionados y el caos sonoro y social, pues comunicación
verbal en las mesas ni a gritos se conseguía entonces. Eran inminentes las
catástrofes, no la sonora, que ya transcurría, sino la física y la vital. A
gritos les informé a mis compañeros desayunantes que me despedía, aludiendo
ineludibles compromisos de trabajo y que había sido muy grata su compañía. Al
salir de carrera me topé con una verdadera nube de fotógrafos y reporteros de
prensa que esperaban en la puerta principal. Quise posar para ellos disimulando
mi angustia por el inminente cataclismo, pero la espera no era por mí, era por
el jefe de todos.
Alcancé mi coche estacionado una cuadrita arriba y presuroso me alejé. No volví a saber del evento ni del lugar, ni por voz de alguien ni por la prensa escrita, radio, televisión o internet.