La música es un arte sonoro y, por lo tanto, tiene que crearse cada vez. Una escultura o una pintura, productos de un arte visual, son hechas una vez por su creador y ahí estarán, estáticas siempre. Pueden inducir emociones y transmitir mensajes, pero no están vivas, pues en ellas no hay movimiento. Nacen de un glorioso parto del genio y el ingenio humanos, pero nunca cambian y nunca morirán. Pueden desaparecer por contingencias destructivas, que no es lo mismo.
La música es un arte que engendra creaturas vivas que nacen, no crecen pero cambian y pueden morir, pero no pueden ser destruidas. Se mueven y en ello llevan su vida y también su temporalidad. Son fugaces y muchas veces volver a ellas sólo es posible a través del recuerdo. Una obra de arte musical nunca es la misma; cada vez tiene que recrearse por un intermediario siguiendo las indicaciones primeras de su creador, pero cada vez es un nuevo nacimiento que se completa en la mente de los oyentes. En ellos se da por escuchar el instante sonoro del momento y armarlo con el recuerdo de los momentos que recién se dieron y se han ido y con la expectación de lo que viene, conocido o no. Esta renovada creación de la música es la música viva, que implica estar presente y participativo en esos mágicos momentos de la creación musical.
Claro que es maravilloso que existan las grabaciones magnetofónicas. Permiten la evocación de hermosos momentos musicales, aunque en ocasiones destruyen la belleza del recuerdo. El mérito mayor de ellas es que nos han dado a conocer una cantidad inmensa de música, antigua y contemporánea, inimaginable para nuestros antepasados. Es tanta que a veces pienso que se está en riesgo de saturar nuestra capacidad de asombro ante lo novedoso. Esta facilidad de conocer tanta música, sobre todo de generaciones anteriores, ha sido responsable, en parte, del abandono de los foros vivos de música contemporánea, aunque hay quienes opinan lo contrario: que alguna música de este siglo abandonó su comunicación con el público y éste se refugió en las grabaciones.
Pero lo que me tiene pasmado de asombro son algunas grabaciones magnetofónicas de los últimos años, en las que los ingenieros de sonido han echado mano de procedimientos informáticos que les han permitido recrear los sonidos de intérpretes legendarios, reales o virtuales, de los cuales sólo teníamos información de palabra o por grabaciones tan malas como irreales.
Tal es el caso de los castrados, cantantes de ópera que tuvieron auge en algunos países de Europa entre los siglos XVI y XVIII. Siendo púberes, y si se habían distinguido por una bella voz en los coros infantiles de los orfanatorios de Nápoles o España, se les castraba para que no les cambiara la voz. Mantenían una voz aguda, pero no de niño ni de soprano, sino de castrado, con un gran volumen, el que le permitía su caja torácica bien desarrollada en la edad adulta. Eran cantantes muy buscados para la música religiosa y para la ópera de entonces y muchos de ellos ocuparon posiciones económicas y sociales altas. Cientos de autores escribieron música para ellos, entre otros, Haendel, Vivaldi y Mozart. Cuando se abandonó esa práctica, tan bárbara como incomprensible, las obras se siguieron poniendo, con tenores, contratenores, sopranos o mezzosopranos, principalmente estas, pero nunca han podido recrear la música viva como fue concebida, pues ninguna voz de las normales tiene el timbre ni el rango de la de los castrados, que siempre nos dijeron que era increíblemente bella.
Farinelli, Carlo Broschi (1705 - 1782) |
En 1993 Gérard Corbiau hizo una película que se llamó Farinelli, el castrado, que se refiere a la vida de ese famoso cantante italiano cuyo verdadero nombre era Carlo Broschi, que vivió en la primera mitad del siglo XVIII y que trabajó la mayor parte de su vida en España.
Pues bien, para la película se “reinventó” una voz de castrado por métodos informáticos. Lo hizo el Instituto de Investigaciones y Coordinación Acústica Musical en París. Como nadie en la actualidad tiene un rango vocal de tres y media octavas, como lo tenían los castrados, decidieron llamar a un contratenor y a una soprano, asumiendo que el primero cantaría los pasajes más bajos y la segunda, los más altos. Durante la edición, las voces de los dos cantantes se alternaron desde las notas más bajas a las más altas de modo de cubrir toda la tessitura y mostrar el virtuosismo del castrado. La cinta resultante requirió casi tres mil puntos de edición y fue necesario “homogeneizar” los timbres de los dos cantantes de modo de darle a Farinelli su propia voz, nueva, pero al mismo tiempo respetuosa de las voces originales. Esta fusión de timbres, por medio de un tratamiento digital del sonido, creó una voz totalmente nueva que rebasa las posibilidades de las voces humanas normales de ahora, evitando la trampa de la voz hecha con sintetizador. Claro que queda la duda de si así sonaba la voz de los castrados. Nadie lo sabe, pero el ensayo está muy bien hecho y el resultado es bellísimo. Formalmente les recomiendo el disco, se llama Farinelli, aunque no sé que tan fácilmente se consiga ahora.