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Soy Rogelio Macías-Sánchez, de tantos años ya, que se me permite no decir cuántos. Soy mexicano y vivo en México país, médico cirujano de profesión, neurocirujano y neurólogo de especialidad. Ahora y por edad, soy neurólogo y neurocirujano en retiro. Soy maestro de mi especialidad en la Facultad de Medicina de la Universidad Michoacana de San Nicolás de Hidalgo y un entusiasta de la difusión de la ciencia a la comunidad. Pero eso no es toda mi vida. Soy un amante fervoroso de la música clásica, actividad que fomento desde mi infancia. La vivo intensamente y procuro compartirla. Soy diletante en vivo y mucho disfruto, de la música grabada, mejor cuando es en compañía de almas gemelas para esto. Finalmente, amo la vida y la disfruto. Parte de ello es comer bien y beber mejor, es decir, moderado pero excelente. De aquí mi afición a los vinos y las cavas. Los conozco, los disfruto y me entusiasma compartir lo que conozco y lo que me gusta. Esta página pretende abrir una comunicación sobre los vinos, la música clásica y la neurología para profanos. Si es socorrida, el mérito será de ustedes. Diciembre de 2022

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lunes, 12 de septiembre de 2022

DEL PÚBLICO DE LA MÚSICA.

Rembrandt van Rijn
La ronda nocturna (1642)



En ocasiones, cuando comento algún evento musical, hablo del público y lo critico. Es que el público forma parte de la obra misma. Como en todas las artes, para que se dé el fenómeno estético, se requiere del público; sin él, no hay arte.




Si nadie hubiera visto la Piedad de Miguel Ángel, el Partenón en Atenas o La ronda nocturna de Rembrandt, tales piezas no existirían como obras de arte. Es más, si no hubieran rebasado un ámbito familiar, tampoco lo serían. Y visto desde el punto de vista opuesto, para un individuo no existe una obra de arte si no la conoce, aunque el resto del mundo sí. Para que exista la obra de arte deberá haber un emisor, el artista, y un receptor, el público, escaso o numeroso, en quien incida el mensaje estético. Entonces resulta que hay tantas obras de arte como público que se expone a ellas, pues cada uno recoge, analiza e interpreta el mensaje de modo distinto. Hay tantas Giocondas de Leonardo da Vinci y paisajes bucólicos de José María Velasco como personas los hayan visto.


La música, como el teatro y la danza, es más compleja, pues requiere de un intérprete, un intermediario que tome el mensaje del autor y lo lleve al público. Este intermediario le pone lo suyo a la obra, con el resultado de que el número de Quintas Sinfonías de Beethoven es el producto de multiplicar el número de oyentes por el número de intérpretes, sin tomar en cuenta que el mismo oyente e intérprete harán de la misma obra de Beethoven, una distinta cada día, pues su estado de ánimo, tan importante al afinar la sensibilidad, es distinto cada día. Así de complejos somos los humanos.


Juzgar a una obra musical es difícil, pues hay que considerar a todos los hechores, incluyéndose a uno mismo y, exceptuando a la música programática, el mensaje que cada uno recibirá será diferente. Juzgar a un intérprete, solitario o múltiple, tampoco es fácil, pues salvo desafinaciones o destiempos muy obvios, que van claramente en contra de lo prescrito, solemos calificar como buen intérprete a aquel que nos hace llegar el mensaje del autor con un sentimiento parecido al nuestro y malo al que tiene un sentimiento diferente.

Calificar al público no es posible, entre otras cosas, por el concepto plural que su nombre indica. El público nunca se equivoca. En todo caso, la reacción de una mayoría del público estuvo de acuerdo con la mía o fue diferente, pero si yo la juzgo mala, igual derecho tiene cualquiera del público de calificar mi gusto como malo. Es cierto que hay públicos más conocedores que otros, porque han oído más, y es de esperar que estos públicos puedan establecer un número mayor de comparaciones para, como grupo, calificar una obra musical o a un intérprete; pero el público nunca está equivocado.

Puede pedirse a un público una apertura de espíritu, es decir, que esté dispuesto a escuchar, con atención crítica, a todos los autores e intérpretes que se le ofrezcan, para después de ello, juzgarlos con conocimiento de causa. Debe pedírsele que sea respetuoso de los intérpretes, del resto del público y de sí mismo, permitiendo que, sin distracciones, cada uno reciba la obra. Se le puede pedir, también, que sea congruente en su reconocimiento; que no aplauda por rutina si no le gustó, pero que no sea tacaño con sus aplausos si la pieza fue de su agrado. El público no se equivoca, pero esa infalibilidad debe ser responsable, pues un buen público genera un arte mejor.

El público es artista también y, como los autores y los intérpretes, tiene la responsabilidad de hacer bien su papel.

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