Rembrandt van Rijn La ronda nocturna (1642) |
En ocasiones, cuando comento algún evento musical, hablo del público y lo critico. Es que el público forma parte de la obra misma. Como en todas las artes, para que se dé el fenómeno estético, se requiere del público; sin él, no hay arte.
Si nadie hubiera visto la Piedad de Miguel Ángel, el Partenón en Atenas o La ronda nocturna de Rembrandt, tales piezas no existirían como obras de arte. Es más, si no hubieran rebasado un ámbito familiar, tampoco lo serían. Y visto desde el punto de vista opuesto, para un individuo no existe una obra de arte si no la conoce, aunque el resto del mundo sí. Para que exista la obra de arte deberá haber un emisor, el artista, y un receptor, el público, escaso o numeroso, en quien incida el mensaje estético. Entonces resulta que hay tantas obras de arte como público que se expone a ellas, pues cada uno recoge, analiza e interpreta el mensaje de modo distinto. Hay tantas Giocondas de Leonardo da Vinci y paisajes bucólicos de José María Velasco como personas los hayan visto.
La música, como el teatro y la danza, es más compleja, pues requiere de un intérprete, un intermediario que tome el mensaje del autor y lo lleve al público. Este intermediario le pone lo suyo a la obra, con el resultado de que el número de Quintas Sinfonías de Beethoven es el producto de multiplicar el número de oyentes por el número de intérpretes, sin tomar en cuenta que el mismo oyente e intérprete harán de la misma obra de Beethoven, una distinta cada día, pues su estado de ánimo, tan importante al afinar la sensibilidad, es distinto cada día. Así de complejos somos los humanos.
Juzgar a
una obra musical es difícil, pues hay que considerar a todos los hechores,
incluyéndose a uno mismo y, exceptuando a la música programática, el mensaje
que cada uno recibirá será diferente. Juzgar a un intérprete, solitario o
múltiple, tampoco es fácil, pues salvo desafinaciones o destiempos muy obvios,
que van claramente en contra de lo prescrito, solemos calificar como buen
intérprete a aquel que nos hace llegar el mensaje del autor con un sentimiento
parecido al nuestro y malo al que tiene un sentimiento diferente.
Calificar
al público no es posible, entre otras cosas, por el concepto plural que su
nombre indica. El público nunca se equivoca. En todo caso, la reacción de una
mayoría del público estuvo de acuerdo con la mía o fue diferente, pero si yo la
juzgo mala, igual derecho tiene cualquiera del público de calificar mi gusto
como malo. Es cierto que hay públicos más conocedores que otros, porque han oído
más, y es de esperar que estos públicos puedan establecer un número mayor de
comparaciones para, como grupo, calificar una obra musical o a un intérprete;
pero el público nunca está equivocado.
Puede
pedirse a un público una apertura de espíritu, es decir, que esté dispuesto a
escuchar, con atención crítica, a todos los autores e intérpretes que se le
ofrezcan, para después de ello, juzgarlos con conocimiento de causa. Debe pedírsele
que sea respetuoso de los intérpretes, del resto del público y de sí mismo,
permitiendo que, sin distracciones, cada uno reciba la obra. Se le puede pedir,
también, que sea congruente en su reconocimiento; que no aplauda por rutina si
no le gustó, pero que no sea tacaño con sus aplausos si la pieza fue de su
agrado. El público no se equivoca, pero esa infalibilidad debe ser responsable,
pues un buen público genera un arte mejor.
El público es artista también y, como los autores y los intérpretes, tiene la responsabilidad de hacer bien su papel.
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