Soy gente mayor en claro riesgo de muerte en caso de enfermarme de COVID-19, lo que no me hace gracia. Además, soy médico con nada que ver profesionalmente con COVID-19, pero mi consultorio está en un hospital COVID de la ciudad, lo que agrava mi riesgo y el de mis pacientes si me da por trabajar. Por ello, y de buen grado, me he recluido en casa, saliendo lo mínimo necesario, sólo para hacer el ejercicio de caminar o abastecimiento alimentario. Esto, siempre cumpliendo las recomendaciones sanitarias de usar cubreboca y/o máscara, evitar el contacto físico con otras personas y respetar la “sana distancia”. Casi no manejo dinero en efectivo. Yo me cuido y cuido a los demás.
Todo
esto no es obligado, es por convicción. Convicción de que la cuarentena así
llevada es el modo menos costoso, en vidas humanas, de controlar esta pandemia por SARS-CoV-2 (éste es el nombre del virus). La vacuna de disponibilidad
universal no estará lista en un buen tiempo todavía y, por las características
del virus, parece que no será una panacea, no todo lo resolverá. La inmunidad
de rebaño, que se obtiene exponiendo a toda la población al contagio para que
el organismo de cada individuo “se rasque con sus propias uñas” y cree su
propia inmunidad, sería costosísima en vidas humanas, hasta un panorama
inimaginable.
Pero
esta cuarentena tiene graves riesgos económicos y de salud mental. La crisis económica
generada por el confinamiento general ha afectado gravemente a todos: ricos y
pobres, empresarios y trabajadores, asalariados o autoempleados. El desempleo
avanza a galope, la pobreza cunde, la violencia crece y la delincuencia se
multiplica. Todo esto no tiene remedio
mientras la pandemia no amaine y permita salir y restablecer los nexos sociales
que el encierro ha destruido.
El
confinamiento también puede afectar la salud mental, individual o de grupos
humanos enteros, pues el hombre es un animal social por excelencia. Salvo casos
excepcionales, no sabe vivir aislado; lo hace por obligación o por necesidad, como
ahora, y la de ahora es una necesidad de protección social. Entonces inventa
actividades de solitario para contener la ansiedad por verse convertido en un
ser aislado. Pero sólo funcionan un tiempo, para algunos las reservas
económicas se agotan y “hay que salir”; el precio de no hacerlo, en términos de
salud mental, es la depresión grave, que es contagiosa, quizá más que el COVID-19.
Las
preguntas a contestar cada uno son: ¿Qué tanta fortaleza de espíritu tengo para
resistir hasta el final del encierro, que nadie sabe cuándo será? ¿Qué
capacidad de inventiva tengo para echar a andar actividades personales, de
pareja o familiares que impidan la depresión? Habrá que contestarlas pronto, pues después
será tarde.
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