Hace unos años, más muchos que pocos, estuve en Uruapan para una reunión científica de mi especialidad, en
la que compartimos neurocirujanos de Guadalajara, Morelia y el mismo Uruapan.
Al término de ella, y por esa hospitalidad tan acendrada de los colegas
uruapenses, nos invitaron una espléndida comida en Caracha, bello refugio para
comer y descansar que se hizo en el casco de un viejo trapiche, solo unos
cuantos metros arriba de Ziracuaretiro, y rodeada de canales de agua clara.
Durante el ágape, además de las comidas y bebidas típicas, abundaba la amistad y no faltaba la música de un conjunto de cuerdas de la meseta tarasca, constituido por un violín de Paracho que lucía bastante rústico, dos guitarras con marquetería indígena en sus bordes y un gran guitarrón de seis cuerdas. Cantaron y tocaron mucho, pero con esa mala costumbre de usar la música como fondo para comer o platicar, solo nos dábamos cuenta de que no lo hacían mal. A los postres, los músicos se acercaron a nuestra mesa y un amigo mío me miró de reojo y les pidió Poeta y Campesino. Aceptaron con gusto el reto de interpretar a Franz von Suppé, el músico austriaco de la romántica media, que trascendió sólo por algunas oberturas festivas de la mucha obra que escribió.
Afinaron sus
instrumentos y empezaron. No podía creer lo que oía. Cuatro instrumentos de
Paracho, tocados por campesinos purembes, recreaban toda una orquesta mixta. El
violín tocaba la melodía, la armonía la llevaban las guitarras y el contrapunto
lo hacía el guitarrón. Hubo un momento en que el violín se cambió de lugar para
situarse en el centro de la armonía, entre las guitarras, y puso tras de sí al
contrapunto, el guitarrón. Quizá alguien diría que sonaban desafinados, pero no
era así. Lo que pasa es que no afinan en el La mayor del oboe, como
tradicionalmente se hace en la música culta. Su afinación es con la flauta, en
tono menor, el tono de la nostalgia, de la dulzura y de la esperanza. Se tocó
completa la obertura, con todos sus temas, transiciones y desarrollos. Al final
aplaudimos, pero no había premio para lo que habíamos oído.
Tocaron la jota aragonesa de la zarzuela Las bodas de Luis Alonso, para después llevarnos por el folklore gitano, con música de Csardas. Y cuando, con sentimiento sin igual, nos situaron en el corazón de la Rusia campesina con Dos Guitarras y Ojos Negros, acabé de persuadirme de que la música es un lenguaje universal que no reconoce nacionalidades, idiomas ni ideologías. Y estoy convencido de que en un pueblo pequeño del centro de Rusia, hay un conjunto de balalaikas que sabe tocar Arriba Pichátaro, así como en Ucrania me encontré un día una banda de pueblo que tocaba Sobre las olas, de Juventino Rosas.
Qué se yo cuanto más se tocó y se cantó, pero la fiesta terminó a la puesta del sol, como había empezado, con El tecolotito y Flor de Canela.
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