| Teatro del Festival de Bayreuth, donde se estrenó en agosto de 1876 El Anillo del Nibelungo. |
En la entrega anterior escribí sobre “El mito del Anillo del Nibelungo”; hoy lo haré sobre la música para ese mito. Me referiré a la Tetralogía de Richard Wagner, obra cósmica que el maestro de Bayreuth entregó a la fascinación de los hombres, cuestionando y enriqueciendo el lenguaje musical y el dramático.
El conocimiento del argumento, que es tal como lo escribí la semana pasada, se presta a interpretaciones diversas que dependen de las posturas sociales o políticas de quienes lo analizan. Así, George Bernard Shaw vio en El Anillo la cristalización dramática y musical de los postulados comunistas, con el derrocamiento de los corruptos y decadentes capitalistas y la toma del poder por el pueblo. Los nacionalsocialistas alemanes del segundo cuarto del siglo XX lo interpretaron como la evidencia del destino manifiesto de la raza aria, pura, descendiente de los dioses y superior. Wagner nunca manifestó un programa político o social de El Anillo, pero es claro que esta obra no se pudo hacer antes de la Revolución Industrial de principios del siglo XIX. Trata de la lucha de una raza de hombres, nacida de los dioses, que sacrificando a los mejores de los suyos se alza victoriosa y toma el poder sobre la tierra. La obra puede parecer subversiva y lo es.
Ese pensamiento, puesto en un marco de poesía medieval alemana, se desarrolla durante casi quince horas a través de un fluido continuo musical, fluido y continuo a pesar de que necesitó veinticinco años para completarse.
Musicalmente, El Anillo tiene muy pocas deudas; su originalidad es abrumadora y desde el empleo de la voz (declamativa, mitad recitativo, mitad arioso y estrictamente silábica) a la ausencia de arias convencionales, desde la trama notable de leitmotiven (“motivos conductores” descriptivos o sugerentes, rítmicos, melódicos o armónicos, que regulan tanto la estructura dramática como la musical) hasta su mensaje poético y filosófico, todo es aporte novedoso a la música del siglo XIX. El flujo sempiterno del Rin, el fuego que rodea la inaccesibilidad de Brunhilda, el oro conflictivo, la espada redentora o cualquiera de los casi cien leitmotiven de la Tetralogía son expresiones musicales que, por su propia esencia, proporcionan a los personajes su completo significado y arrebatan al oyente por su fuerza y poderío excepcionales.
La mejor definición de leitmotiv la hizo Lavignac: “La materialización musical sistemática de una idea dará un cuerpo claramente reconocible y perceptible a un personaje, a un hecho, a una impresión determinada”. Para ello, el leitmotiv debe ser breve, fácilmente reconocible, en consecuencia claramente ritmado y, lo más a menudo posible, confiado al mismo instrumento. El leitmotiv es la sustancia primera de la urdimbre wagneriana y, muchas veces, cuando dice lo que los personajes no dicen o aquello que ni siquiera saben conscientemente, es expresión inefable de fantasías secretas o inconscientes.
En sus reflexiones sobre Wagner, Theodor Adorno dice: “La cohesión de la sonoridad en virtud de su división es una de las características más importantes de la técnica wagneriana. La totalidad nace de su reducción a minúsculos contornos individuales, los cuales, cuando se acercan a un valor límite, pueden fundirse en un continuum y, más aún, son el origen de amplios planos sonoros”.
El eje constituyente de esta narración heroica es la música porque esencialmente la poesía, para Wagner, no es otra cosa que lenguaje pentagramado. Por eso sólo la música puede decir algo cuando todo ha callado, sólo la música puede dar sonido al silencio. Wagner así lo dijo: “Para lograr este resultado es menester que el poeta esté poseído de un vivo sentimiento de las tendencias de la música y de su inagotable potencia de expresión, porque es preciso que construya su poema de manera que penetre hasta en las fibras más delicadas del tejido musical y que la idea que expresa se resuelva enteramente en el sentimiento”.
Paradigma de la imaginación romántica, estas más de catorce horas de música filosófica no se pierden en una maraña de confusión, sino que, gracias a la genialidad del músico y especialmente al sistema de “motivos conductores”, conservan una estructura transparente sin mácula, una posibilidad de abordaje plenamente inteligible. Wagner accede al símbolo, pero este se hace maleable y diáfano en sus manos. Se trata del destino de los dioses y del drama particular del mundo que nos han legado, la paradoja judeocristiana de conciliar la omnipotencia de Dios y el libre albedrío de los hombres
El
Anillo tiene la significación singular de un vasto fresco épico, de un
organigrama filosófico único en la historia musical donde todas las situaciones
humanas posibles (el amor, el erotismo, el adulterio, el incesto, el conflicto
generacional, la lucha por el poder, la corrupción del dinero, la mentira, el
ansia de trascendencia) se dan cita en esas corcheas dibujadas por la grandeza
creadora de un privilegiado. Wagner lo dijo en una carta a Franz Liszt en
noviembre de 1852: “El Anillo es el poema de mi vida, de todo lo que soy y de
todo lo que siento”.
El Anillo incluye, como mínimo, una decena de relatos superpuestos y simultáneos, muchos de los cuales deben ser sutilmente detectados por el espectador. Esto es como un contrapunto monumental cuyas líneas melódicas estarían constituidas por las partituras vocales, musicales, visuales, y la armonía por sus combinaciones en la escena.
Por su significación en el mundo del arte, por su fuerza épica, por su grandiosidad elocuente y temeraria, por sus muchas horas de pentagrama, por su incesante manantial de sugerencias poéticas y de leitmotiven, Richard Wagner logró en las páginas de El Anillo dialogar con los dioses de tú a tú, inmiscuyéndose no sólo en su vida diaria sino en sus sueños más delirantes, en sus arrebatos más agresivos, en sus nostalgias más hondas, tal como si fueran humanos.

Escena final de El ocaso de los dioses
en la producción del Teatro Real de Madrid
en enero de este año.
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